Tiene un punto enorme de improbabilidad que acabemos conociendo los nombres de las personas que participaban en las cacerías humanas de Sarajevo. Personas, ni monstruos ni alimañas ni presas temporales de la enajenación ni enfermos –pobres enfermos, con cuánta frecuencia les endilgamos acciones despreciables que nada tienen que ver con sus dolencias–. Lo suyo es más bien un ensimismamiento. Justo lo contrario. Una conciencia excesiva de su valor y sus consiguientes prerrogativas.
Nada que no tenga que ver con estar situado en una posición superior y tener un arma y voluntad de usarla. Desde arriba, necesariamente se ve de otra manera. No creo que el matiz recreativo, por escandaloso que resulte, haya estado y esté ajeno en otras matanzas y en otras agresiones (el grupito de clase que se ríe de a A o de B y disfruta con ello es una constante en acosos más cotidianos).
Tal vez lo novedoso, aunque lo digo más por desconocimiento que por otra cosa, sea lo de pagar para matar uno mismo, para saber qué se siente al elegir el blanco y saborear su infinita ignorancia, quizá para concederle uno, dos, tres segundos más de vida, para comprobar la puntería y comentar los aciertos, para detenerse en cuestiones técnicas como el tipo de arma o la visibilidad mientras se registra el número de bajas. Veo a esta gente en grupo, si no en el momento sí después, comiendo, bebiendo. Capaces de hacer este terrible paréntesis y estar el lunes a primera hora en la oficina. Gente eficiente que controla los tiempos.
Esta gente o sale o se codea con gente que sale en el telediario, su actividad empresarial produce noticias, se les conocerá en la lista Forbes y no serán ajenos a la crónica social. Esta escoria. Intento reconstruir su infancia.