En junio de 1982 tenía 9 años e intacta la capacidad de ser impresionable y asustadizo, una característica que se me agudizaba en el pueblo, con las tormentas de verano y el gas de la cocina. Mi obsesión por recordar a mi tía y a mi abuela que apagaran el gas de la cocina al irnos a dormir venía de aquella terrible tragedia de Ortuella en la que una explosión de gas en 1980 había acabado con la vida de 50 niños y 3 adultos, algo imposible de tragar.

Mi obsesión por no tocar objetos que viese en la calle tirados en el suelo vino del atentando que en junio de 1982 y vía una bolsa de bolsa de basura abandonada que contenía un artefacto –se dijo que Muñagorri le había dado una patada, aunque luego se desmintió– le costó una pierna y heridas físicas y psíquicas para toda la vida a un chaval de mi edad en Rentería, Alberto Muñagorri. Tengo en la retina su imagen en algún periódico o revista de la época, distinta a la del adulto que es ahora, a sus 53 años de edad. Muñagorri, junto con el excelente periodista y escritor guipuzcoano Ander Izaguirre, están escribiendo un libro sobre la vida del primero: “como no tengo hijos, este va a ser mi legado a la sociedad”.

En aquellos años, cualquiera pudimos ser Muñagorri, pero le tocó a él, como a Alfredo Aguirre le tocó ser Alfredo Aguirre o a otros tantos apenas unos minutos nos libraron de pasar justo por ahí cuando estallaban los coches bomba, como en el caso de la escolta del vicepresidente navarro José Antonio Asiain, justo a la hora en la que muchos pasábamos por delante para ir al colegio. Testimonios como el de Muñagorri, apoyado por el talento y la sensibilidad de Izaguirre, tienen que servir para ahondar más en la irreversibilidad de una época tan oscura que mirándola ahora parece irreal. Pero existió. Y, en toda su extensión, hay que contarla. Gracias, especialmente a Alberto por su valentía.