Zoólogos de la Universidad de Bergen, al examinar una ballena enferma, han encontrado 30 bolsas de plástico y otros desperdicios en el interior de su estómago. Un ejemplo más de los despropósitos que este descendiente de simios africanos, el mal llamado Sapiens, está cometiendo en el planeta. Me imagino a la ballena y pienso en la Iglesia Católica. La veo como metáfora de la magna institución bimilenaria: enorme, viscosa, con los ojos anémicos y un vientre lleno de bolsas-dogma, adherencias molestas que se le han ido incorporando en su viaje varias veces milenario por la Historia. A diferencia del ejemplar noruego, la ballena romana tiene un Jonás dentro trabajando, inventando con prudencia e inteligencia un producto para convertir la basura en materia biodegradable. Jonás se llama ahora Francisco y viene con ganas. Es pobre, solo trae unos zapatos desgastados de patear los suburbios bonaerenses y un evangelio fresco y alegre debajo del brazo. Al llegar a la costa, este Jonás boludo, y pelotudo, ha sentido la presencia peligrosa de las aletas-mitra de los tiburones de afilado diente. Escualos que se creían señores de los mares. Y ha sentido el latigazo de un escalofrío en su espalda, pero con humildad franciscana ha traspasado las barbas del mamífero y está procurando reiniciar su sistema digestivo. La ballena y la Iglesia, dos enormes cetáceos que ayer surcaban las corrientes procelosas de la vida, yacen hoy enfangados en la arena. La suerte de la ballena está echada: los expertos han decidido sacrificarla; la Iglesia quizás corra mejor suerte: el papa trabaja en el laboratorio vaticano con su equipo mitrado, para biodegradar los dogmas-basura y oxigenar el corpus teológico inyectándole altas dosis de Evangelio puro.
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