En una vida donde la crítica destructiva está de moda y las alternativas ideológicas escasean, reflexionar sobre el optimismo sale caro. Tan caro como el tercio de una fortuna millonaria, la de Francis Ford Coppola.

Hace décadas del grito punki al futuro, pero a la juventud no nos queda lejos esa perversión del mañana. Nos es difícil imaginar un mundo más allá de la Agenda 2030, pues los relatos mediáticos y políticos arrojan tinieblas a un futuro ya oscuro. El progreso murió con Hiroshima, Chernóbil o Blade Runner y la imagen de futuro que componemos ahora no dista de ese contexto.

Un reflejo claro es el boom distópico en el mundo audiovisual de las últimas décadas. Parodiado o no, el espanto marca los límites. Engullimos horror todos los días. ¿Es posible que hayamos desarrollado una filia hacia él?

El siglo pasado vio a los utópicos resignarse y a los idealistas perder credibilidad. Coppola no es un resignado ni un utópico. Con su última película, ataca la inmovilidad ante la potencial distopía que ya vivimos. Diverge de la tendencia de la ciencia ficción actual. Resalta la posibilidad de no resignarse a populismos, gentrificación y fatalismos. Megalópolis integra la crítica distópica y el ideal utópico, sentándolos a la mesa del debate sobre un futuro que apetezca ser vivido. Además de organizarse, hay que imaginar el porvenir. No surcar el futuro es como navegar sin velas, a la deriva en el vasto mar del presente.