Mi marido falleció a finales de 2019, justo antes del confinamiento y mi piso se convirtió para mí en una cárcel.
Cuando nos desconfinaron, decidí venderlo y comprar una casita en el campo. Creo que mucha gente tuvo esa misma idea. Pensé: me voy a morir sin cumplir mi sueño de tener un jardín.
Fueron meses de locura: la venta de mi piso, la compra de mi nueva casa, las reformas, la mudanza, etcétera. Me instalé en un pueblo de Navarra, porque no quería alejarme mucho de mis hijos que viven en Pamplona. Aterricé en el pueblo, dejando atrás el duelo por la muerte de mi marido y la incertidumbre de la pandemia. Pero al llegar me encontré con todas la puertas cerradas.
Serían muchas las cosas que podría contar, pero para resumir quiero decir que el trato que he recibido ha sido cruel. Una mujer viuda, sola, sin familia, sin amigos, que intenta empezar una vida nueva y los vecinos del pueblo le hacen el vacío.
Tengo que hacer una reflexión sobre esa costumbre tan arraigada en Navarra, que se llama cuadrilla. Personas que heredan la cuadrilla de sus padres, personas que se conocen desde niños y que incluso se casan entre ellos. Círculos cerrados, donde no entra nadie. Han pasado más de cuatro años y estoy valorando seriamente, regresar a Pamplona. No pensaba que la vida en un pueblo fuera tan hostil.
Pagué mucho dinero en Hacienda por la compra de mi nueva casa. Dinero perdido. Pero lo que no tengo intención de hacer es perder la salud.
La vida es una aventura. Y como decía mi padre: En esta vida, todo tiene solución.