¿Cuántas veces ha dado a aceptar sin leer lo que estaba aceptando en el móvil? Permite así que se puedan utilizar datos de lo que estamos haciendo (por ejemplo, las direcciones a las que navegamos, los productos que nos interesan, las personas que seguimos) pero sobre todo de cómo lo hacemos: el tiempo que pasamos, cómo concatenamos acciones. Todo queda registrado y permite hacer perfiles, reglas y pautas de nosotros. Es cierto, como dicen los gigantes de internet, que esto facilita nuestra vida: los algoritmos aprenden a predecirnos, y así son más serviciales y útiles. ¿El límite? Por el momento, lo poco que imponen unas leyes que no estaban diseñadas para esto y que lentamente, y contra las presiones de los lobbies, se van instalando. Es decir, casi nada, y con una globalización que juega en contra de aquellos países que establecen controles públicos.

Así leemos que Google ha recopilado datos médicos de decenas de millones de estadounidenses que permitirán que su asistente sepa más de su salud y les aconseje mejor. Potencialmente también veremos cómo algunas empresas accederán a esos datos médicos y complicarán la vida de personas con peor salud en lo que se refiere a seguros, créditos y demás. Los algoritmos de inteligencia artificial, está demostrado, que bebieron de los datos judiciales en ese mismo país, hacían un análisis para calcular beneficios como el tercer grado de los reclusos que resultaban ser siempre malos para los negros. La IA que aconseja el crédito de una tarjeta de Apple es sexista: a las mujeres las valora menos, sin más. Al no haber transparencia ni control público, sólo cuando se denuncian se llegan a corregir estos casos. ¿Cuántos quedan impunes? Más de lo que pensamos. ¿Podremos hacer que los algoritmos eviten el racismo, sexismo, prejuicios? Sin duda. Pero hay que empezar ya.