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54

en una de las entradas de mi pueblo, junto a la rotonda bautizada como 25 de noviembre, asoma una escultura en memoria de las víctimas de la violencia machista. La pieza, en su parte superior, reserva un espacio circular en el que se actualiza la cifra anual de asesinadas. Hoy el número que debe aparecer es 54. Escalofriante. Más de un asesinato por semana. Desde enero de 2003 son más de ochocientas las mujeres que han muerto a manos de su pareja o expareja. Una lista negra similar, si no la ha superado en este funesto año, a la escrita por ETA. Pero para mí no son cuestiones comparables (más allá del mismo valor de todas las vidas), sobre todo porque en el caso de las mujeres, por negligencia o por falta de recursos, no se están poniendo todas las medidas necesarias para evitar esta sangría que, lejos de retroceder, va en aumento.

Un drama añadido es que mientras comparamos cifras no hablamos de las peripecias personales, de cada mujer, de un sufrimiento quizá alargado en el tiempo y no atendido con la urgencia y contundencia necesarias, tampoco de la historia que deja detrás. No es cuestión de pasar factura a nadie, de insistir en que muchas de esas muertes podían haberse evitado, sino de ir aplicando de una vez las fórmulas que pongan freno a esta tragedia que, a los resultados me remito, no son para nada eficaces.

Hay teorías que apuntan al efecto llamada que tiene la difusión y publicación de estos sucesos, el último ayer, en Villena. Tampoco creo que la solución sea dejarlos semienterrados por otras noticias. Una recomendación similar corrió sobre el tratamiento informativo de los suicidios y puedo asegurar que no hay semana que no llegue a la redacción noticias de alguien que ha decidido poner fin a su vida. Las lápidas están ahí, por mucho que a veces se quiera correr una cortina de silencio, y si no escuchamos el clamor de esas 54 mujeres asesinadas es que estamos sordos. O peor aún, no queremos oír.