cuando Vázquez Montalbán creó al detective Pepe Carvalho lo dotó de ciertas características entre las que destaca su pasión por la buena mesa -y hasta la buena cocina, que se arremanga de vez en cuando y nos cuenta sus recetas con pelos y señales-. Pero, a propósito o por no poder evitarlo, también hace algo muy desagradable: retamos a todo lector a encontrar una novela de Carvalho en la que al menos una vez no resalte lo bien que come el detective, y cuánto sabe del tema, y lo mal que comen, y lo ignorantes que son, uno o varios de los personajes de esa misma novela. Es la gastronomía pedante, antipática, arrojadiza.
A toda ficción, aunque sea con el realismo de la novela negra, se le admiten ciertas licencias. Ya sabemos que sería imposible que un detective resolviera un caso comiendo y cenando como Carvalho, y menos aún en tiempos en los que no habían inventado el Omeprazol. Tampoco podrían hacerlo el comisario Maigret o el inspector John Rebus si trasegaran el alcohol que se echan a la andorga en cada novela. Pero lees a Rebus y te irías hoy mismo con él de pubs por Edimburgo, y lees a Maigret y todo lo que bebe te apetece probarlo -sea cerveza, vino o calvados-. Al ver cómo lo disfruta, hasta probarías a fumar en pipa, y eso que nos consta que es más bien asqueroso. Sin embargo, menuda tortura comer con Carvalho y que te diga displicente: “Eso no se come así” o “Te has dejado lo mejor”.
Por todo eso, cuando hace unos días leíamos en este periódico una entrevista a Karlos Arguiñano nos volvíamos a acordar de la diferencia entre el cuñadismo de Carvalho y la simpatía con la que el chef guipuzcoano ofrece sus platos a todo el mundo, con la única ilusión de que los disfrute y sea feliz.
Dice Woody Allen que no hay que fiarse de un endocrino pálido, y añadimos nosotros que aún menos de fiar son los cocineros serios, ceñudos, ésos con cara perenne de sentirse creadores de miel para cerdos que ni saben apreciar su excelso arte ni distinguir -hay que ser ineptos- un Rioja de un Ribera.