En la EGB lo tenía todo para ser carne de bullying: bajita, gafas, malos resultados escolares, poco agraciada físicamente y extremadamente torpe para el deporte. No había grupúsculos violentos. No hacía falta; la clase en su conjunto -eran principios de los setenta y eran aulas cien por cien femeninas o masculinas- se reía de ella. Susana era sistemáticamente excluida de cualquier juego en el recreo, en el patio (la comba, pillar, balón prisionero...), no tenía habilidades sociales, nadie la quería a su lado, y mucho menos de amiga. Por si fuera poco no se enteraba de casi nada en clase y aquello también era motivo de mofa. Estaba absolutamente sola. Los años pasaban y el problema iba a peor. A sus espaldas todo el mundo se burlaba de ella. Ni alumnado ni profesorado hizo nada durante muchos años. Pasó el tiempo y en 2º de BUP, en esas edades en las que seguramente los menores desarrollen cierto sentido del juicio o una mayor empatía, una alumna también vulnerable aunque en menor grado inició un proceso de acercamiento hacia Susana, por compasión, proximidad... La heroína, por llamarle de alguna forma, habló con las monjas para exponer el sufrimiento que vivía aquella niña. Fue entonces y sólo entonces cuando la tutora convocó a toda la clase a una reunión extraordinaria en la que la amiga de la víctima dijo alto y claro la razón por la que Susana no atendía en las clases y era diferente. “Susana no es tonta, Susana es sorda”. Fue una bomba; todas las compañeras lloraron por lo injusto de la situación y se sintieron culpables. Se acabó la crueldad aunque Susana no llegó a estar nunca integrada o acogida cien por cien... El caso es real. El bullying es un fenómeno tan antiguo como la escuela. Ese desequilibrio de poderes (agresor-víctima, dominio-sumisión) puede darse a muchos niveles. Esta semana tuve la suerte de conocer a los dos agentes de policía municipal de Pamplona que dan charlas en los colegios sobre estos temas. Precisamente una de las reacciones que más les alarma es la falta de respuesta de los compañer@s en debates sobre supuestos casos de acoso. El miedo, no ser chivato... Ser espectador y callar. Al menos Susana podía refugiarse en su casa donde terminaba su infierno al acabar el cole. Ahora, con las redes sociales o el WhatsApp no hay tregua. El riesgo de minimizar la violencia entre chavales/as nos convierte a todos en cómplices. No es fácil. Tampoco lo es reconocer como padres que tu hij@ puede ser un agresor(a). En esta sociedad en la que prima el más fuerte, se sigue valorando más la chulería, la prepotencia y la competitividad. Lo otro, es ser un pringao.
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