En recientes declaraciones, Steve Bannon, estratega máximo de la campaña presidencial de Trump y animador actual de la extrema derecha europea, manifestaba: "Hemos convertido a los republicanos en un partido de la clase obrera". Si no se nos congela el gesto al escuchar esto es que no nos enteramos de qué mundo nos espera. Así que más vale que espabilemos ante los cambios que promete gente como él. A un compañero conspiranoico confeso ya le avisé: "Ojo con éstos o nos pasará lo del refrán, que nos comerán el pan y se cagarán en el morral".

Creí bueno vacunarle porque la declaración vale igual si en vez de los republicanos estadounidenses ponemos a Vox, al Frente Nacional francés o a los polacos de Ley y Justicia. Algo parecido podría haberse dicho de esos votantes laboristas británicos que emigran al partido de los conservadores. Se sospecha que magos de oscuras artes informáticas, encabezados por Bannon, han conseguido, trasteando la propaganda electoral, que toda una legión de veteranos laboristas se vea representada ahora por señoritos de pura cepa.

Pero vayamos a los partidos europeos antes citados, esos que tan altivos cantan victoria. Su tontera es tan manifiesta que no les duelen prendas en declararse demócratas, cuando hasta hace poco decían ser patriotas liberales. Claro que, si se tercia, a éstos les sobra cuajo para presentarse como liberadores y hasta libertarios. Para ellos la libertad no es más que un comodín con el que vienen a malear el juego, nunca un compromiso para jugar limpio y sin amenazas. Lo que de momento les importa es ganar, ganar terreno, tribunas y escaños, porque detrás de los escaños saben que vendrá el dinero contante. Como además se ven también sobrados de valores morales, dicen no tener prejuicios. Gracias a ese talante se presentan como patria de acogida ante esos hijos pródigos que un mal día se perdieron en los tentaderos revolucionarios. Erguidos a la vista de todos, abren sus anchos brazos como un soberbio oso. Y como todos caben en su seno, serán muchos los que acaben presos de su cariño feroz. He dicho que caben todos, pero bueno, tampoco vamos a mentir, realmente caben casi todos. Para alojarte en ese peludo y sofocante regazo común tienes que reconocerte en ciertos valores, en concreto en los valores que sustentan la indefinible condición europea. Sea lo que sea eso, dicen que está en vigor desde tiempos ancestrales y que suscribirla no es mucho pedir. Si por puro azar caíste en el útero oportuno y naciste donde debías, la cosa te será natural y a su club te apuntas gratis. Esa condición de europeo, de europeo blanco se entiende, por sí sola constituye ya para ti una clase, y una clase bien sólida, más vieja incluso que la clase obrera. Como gozas, por aborigen, de ese blanco privilegio, si además te alistas a defenderlo éstos te prometen bandera para que no quedes nunca a la intemperie. Guerrear de su lado es bien fácil, pues no necesitas ni dudar, porque te van señalando quiénes son los culpables de todo y de dónde vienen los malos.

Hay que reconocer que el americano se viene trabajando todas estas simplezas con empeño, mientras aquí andamos algo alelados, y como de miranda, a ver si de verdad vienen o no los bárbaros. Tendrá ese hombre algún alivio en la chequera, digo yo. Porque estas reconversiones del electorado no salen de la nada, ni siquiera de Facebook o el Whatsapp. Para los periódicos, siempre alerta, los populismos (y apuntan con esa etiqueta a bulto) son consecuencia de lentos movimientos sociales de fondo. Hablan los papeles de tremendas profundidades en las que solo saben moverse con soltura los intrépidos sociólogos, armados en todo momento de su penetrante foco. Con esas luces, y no más, es con las que descienden hasta lugares siniestros, donde, para su sorpresa, el Bannon parece haber abierto oficina y sucursal hace ya tiempo. Cuando más tarde suben estos peritos a la superficie a coger aire, cuentan en un flamante artículo que eso es todo lo que han descubierto.

Dicho todo esto, no debería desviarme de lo principal, y lo principal, visto lo visto, es preguntarse qué es lo que queda de aquella clase obrera que revolucionó el siglo XX. No, no espero que los sociólogos encuentren explicación a su declive. Quizá sirva más escuchar a algún nostálgico de la Tercera Internacional. Puede que ni conozca los malestares que reinan en la calle, pero apreciará el talante combativo de los que salen, por más que algunas de sus reivindicaciones le resulten extrañas. No le reprochemos si sonríe al decir que los parias de la tierra ya no son gente de su barrio sino venidos de tierras lejanas. De conciencia de clase sus hijos no saben nada. Hasta la denominación, obrero, les suena rara. Saben de los sindicatos sí, como negociadores. Mientras tanto, Bannon y los suyos reclutan a los descreídos de la política a base de sonados redobles y a no tardar los veremos desfilar acompañados como antaño del tremolar de banderas animados por un potente trompeterío mediático.

La pregunta obvia es: ¿Y dónde quedó aquella vanguardia? ¿Para qué sirvió el siglo XX si estos otros levantan cabeza? La injusticia y la desigualdad siguen ahí, pero faltan críticos combativos y sobran obtusos suspicaces. Los viejos luchadores ya están jubilados, aunque todavía reclamen su lugar. Además, no nos engañemos, ésa es la generación que se va, no la que viene. Pero al menos ellos conservan viva la memoria del siglo y un sueño algo desencantado que los descreídos nos pretenden robar. El capitalismo ha resultado ser un imponente rascacielos, pero nunca será un sueño. A lo sumo será un restringido oasis de prosperidad para inquilinos con aires exclusivos. En la puerta, a pie de calle luce un cartel: No queremos obreros mediocres, necesitamos especialistas vocacionales. Y si no tienes trabajo, eres un flojo, o un mangante, y el rascacielos no te necesita. Edificios así solo acarician el cielo si crecen libres de cargas fiscales y tíos inútiles. Los peatones que pastorea Bannon, esos que él llama obreros, siguen encandilados esperando que los lumbreras de ahí arriba junten un día la tierra con el cielo. No les hables a ninguno de estos de solidaridad. El nuevo siglo llega, según ellos, rebosante de oportunidades, pero urge alejarse del anterior. Bannon despacha este asunto diciendo no entender a los europeos. Le extraña que, habiendo sido antaño los aventajados primeros, solo aspiráramos durante el siglo XX a querer vivir en igualdad. Pero por mucho que tergiverse así su legado, ésa seguirá siendo la marca del siglo, una honra que no deberíamos dejarnos robar.