A menos que enseñemos a los niños la Paz, alguien más les enseñará la violencia.

(Cormac McCarthy)

La Franja de Gaza, a la que podemos considerar como la mayor prisión al aire libre del mundo, es también un cementerio en el que, bajo el terrible efecto de las bombas israelíes, el número de niños muertos ya se cuenta por miles. El demoledor estallido de hostilidades entre Israel y Gaza ha propiciado unas condiciones sanitarias infrahumanas en la Franja. Unicef, que en noviembre celebra el Día Mundial de la Infancia, da cuenta de esta masacre en la que, quienes sobreviven, se enfrentan a duros daños colaterales de devastadoras y traumáticas consecuencias. Ante estas brutales violaciones sin precedentes de la infancia, nos cuestionamos cómo los derechos humanos universales parecen estar en el inicio de primeras formulaciones, semejando una parodia de la degeneración e inanidad humana y de sus políticas de cernícalo carentes de carga ética fundacional, en un mundo amnésico, en cuanto a los abusos y horrores que soporta una gran parte de la infancia, situándonos en primera línea de la degeneración moral. Millones de menores se ven sometidos a duros trabajos, que en muchas ocasiones ponen sus vidas en peligro y les privan del derecho universal a la educación. Esta esclavitud se extiende a conflictos armados, trabajos domésticos en condiciones de violencia, explotación industrial y agrícola, matrimonios concertados y, en los casos más terribles, niños y adolescentes se ven sometidos a la explotación sexual. Todo ello constituye la mayor vergüenza e involución de nuestra especie, incapaz de proporcionarles políticas universales que frenen estas monstruosas lacras. De estos degradantes sometimientos se derivan taras físicas, psicológicas, desconfianza hacia el mundo y actitudes hostiles, que en la etapa de seres adultos desembocarán con frecuencia en lamentables consecuencias personales y colectivas. Los principios que sembremos en esa tierra fértil de nuestros menores acabarán floreciendo con el transcurrir del tiempo. Todo niño precisa ser guiado por un delicado sendero para llegar a la madurez con la mirada limpia.

Hay un luto constelado y sonoro ante la muerte cruel de miles de niños que sucumben en guerras, hambrunas y enfermedades; es el grito mordiente de la raza humana que, pese a todo avance, sigue estando presente en las conciencias de quienes no albergan un corazón de acero. El drama de las infancias destruidas es la más significativa corona de espinas de la humanidad. Fanatismos, patrias y banderas no pueden justificar la barbarie del planeta.

Es muy baja la temperatura revolucionaria de nuestra sangre, y es osado hablar de progreso mientras haya millones de niños marginados, explotados e infelices. Nuestros conocimientos no sirven de nada ante la inacción; decía Platón que el que aprende y aprende y no practica lo que sabe, es como el que ara y ara y no siembra. Las políticas universales desarrollan frases de naturaleza cosmética y de silente salvoconducto de una acomodada moral. Nuestro silencio, como una venganza de la conciencia, no impide que nos preguntemos, acusadores, dónde está la siempre tardía libertad de los niños, que acaban siendo el vapuleado saco de boxeo de todos los fanatismos políticos y religiosos que contaminan nuestra supuesta condición de seres humanos y racionales. El movedizo continente de la infancia, tan virgen y bello, carece del deterioro que las huellas de la humanidad van dejando en el camino; nuestros pequeños, en las circunstancias más adversas, siguen persiguiendo mariposas. Nos movemos sobre el fondo del niño que fuimos, y esto es de capital importancia por la responsabilidad que nos atañe y que debe priorizar todas nuestras acciones antes de que los menores se inicien en el tremendo disparate interplanetario en el que estamos inmersos, desde que un día, cuando aún olíamos a futuro, pasamos de la edad escolar a hacer novillos eternos. Qué lejana la edad de los juegos, de los pupitres, del olor de las aulas y de los corazones puros, aún no heridos por la epopeya de la vida. La infancia, esa isla de ilusión, según el poeta, no tiene pasado ni futuro, tan solo vibra con ingenuo entusiasmo en un mágico presente en el que los niños nos recuerdan con su proximidad que, antes que ninguna abstracción, somos personas. Un niño siempre es la meta de salida para recomenzar la vida, retomar el rumbo y recuperar la pureza e ilusión de ser y estar para el otro. Tal vez esta etapa de la vida sea el único mito de pureza en el que se puede creer y que constituye la fabulosa personificación de la esperanza y la ilusión humana; tras ella creamos otros mitos enternecedoramente falsos y carentes de frescura genesíaca. Padres y Estado son, o deben ser, los garantes de las libertades y valores de los niños, poniendo ante ellos modelos justos a los que imitar. No se puede pedir al futuro de la sociedad aquello que no hemos dado ni enseñado a nuestros hijos en el tiempo de la pureza, de las emociones y de los sentimientos primigenios. La atroz siega de los derechos de la infancia sigue en el mundo dando paso a una juventud sobreviviente que arrastra el pesado lastre de lo vivido, a fuerza de dolorosas anticipaciones, y que renuncia a sí misma tras el peso de sus páginas negras, tomando la senda del descreimiento y aceptando la idea de una predestinación desazonante. Enseña a los niños y no será preciso castigar a los hombres, decía Pitágoras. El niño, huerto de oro aún no sembrado ni tapiado, es el auténtico progresismo que persigue la humanidad. En él hay que volcar todos los esfuerzos y valores de la educación que es, en sí misma, la esencia de la convivencia y de la vida; tan solo así podremos dejar atrás nuestro retablo de aberraciones y maldades que lastran la existencia; dejemos signado en su infancia un anticipo de futuro prometedor recordando, como dijo Rousseau, que la infancia es el sueño de la razón. Vivimos con nuestra aureola de paz y costumbre sin dejar ver cómo fracasamos en los sueños. Al abandonar al niño que fuimos arruinamos el alma en una suerte de indigencia espiritual que llevamos en secreto, ocultando nuestro derrumbe de pasados y futuros. El fracaso de los sueños es superior a los fracasos de la vida; precisamos el soporte de una infancia feliz para no encontrar el rencor en las dobleces de la existencia, ni tener el corazón enronquecido en un perpetuo diciembre. El amor soleado y zascandil de los niños requiere que los adultos atraviesen esa niebla espesa y blanca generada por la pérdida de pureza, que impide orientarles hacia una vida con horizonte equilibrado y feliz. Nuestros sueños borrascosos, sin sosiego, les transmiten la sensación de inconformidad con su vida. Pongamos luz y color en la blanca ignorancia de la infancia, en esa necesidad de fantasía con la que aprenderán a apartarse de las atmósferas sombrías que les tocará atravesar. Debemos salir de nuestro agreste y secular ceremonial de errores insolidarios y de falsos espejismos que desarrollamos en esta especie de clausura burguesa tan alejada del sufrimiento ajeno. Es preciso que nuestra mirada nazca limpia desde muy adentro y en disposición benefactora, para hacer un planeta Tierra humano y habitable en el que la Paz deje de ser una permanente utopía. Amor, bondad y fantasía debieran de ser un día las premisas de la justicia social.