Hace unos días se publicaba en este mismo periódico la noticia de que las protectoras de animales de Navarra están desbordadas debido a la gran cantidad de perros y gatos abandonados o extraviados que acaban en ellas. A pesar de la nueva regulación establecida por las leyes foral y estatal de 2019 y 2023 respectivamente, sigue aumentando el número de mascotas maltratadas y desprotegidas. Las que no terminan muriendo de enfermedades, atropelladas en las carreteras o eliminadas por sus dueños, son rescatadas por voluntarios y entregadas en los centros de atención o en los locales con que cuentan las asociaciones privadas de acogida.
Como nos recuerdan sus responsables, si se cumpliera con la obligación de incorporar un microchip a cada ejemplar, el problema no sería tan grave, pues a través de ese dispositivo electrónico podría identificarse al propietario, devolverle el animal perdido o imponerle la sanción correspondiente por haberlo abandonado.
Otra de las medidas prescritas legalmente pero aplicada sólo en parte es la que insta a los ayuntamientos a asumir el coste de la castración o esterilización y de la vacunación inicial de los gatos sin dueño que proliferan en muchas poblaciones. También en este caso, si se acatara la norma, se aliviaría el problema de su multiplicación descontrolada, creando colonias de felinos atendidos que, además, ya no supondrían un riesgo de salud pública.
Sea como fuere, la gran anomalía de fondo es que la suerte de muchos de estos animales depende de la intervención altruista de asociaciones como Egapeludos o Txikas de Etxauri. El trabajo realizado por éstas de modo desinteresado debería ser asumido por un organismo o dependencia oficial con un ámbito de competencias, acciones y recursos mucho mayor que el del actual Centro de Atención de Animales de Pamplona.
Si en otros asuntos la sociedad va por delante de la ley, aquí, en todo lo que tiene que ver con el trato a los animales, sucede lo contrario, ocurre que el legislador debe ir marcando el camino de manera que la ciudadanía se ajuste al signo de los tiempos. Y es que en algunos sitios, entre cierta gente, aún impera la mentalidad de que los animales domésticos son los siervos o los súbditos de sus dueños, incluso cuando la inteligencia de éstos queda por debajo de la de aquéllos. No sólo no les reconocen ningún derecho, sino que se arrogan el de someterlos, maltratarlos y sacrificarlos en el momento y del modo en que lo deseen.
Sí, ha llegado la hora de un cambio radical de perspectiva. Así como en los últimos años se ha avanzado mucho en la integración de toda clase de colectivos humanos discriminados durante siglos por su origen, género, orientación sexual, religión y cultura, o por cualquier tipo de minusvalía física o mental, otro tanto debe ocurrir ahora con la fauna que nos rodea, con los animales domésticos y salvajes que viven en nuestro entorno. Ha llegado el momento de que sean considerados habitantes, con las particularidades normativas que procedan, como también sucede con ciertos grupos de individuos necesitados de una ayuda especial y suplementaria por parte de la Administración.
Hay fenómenos y situaciones que acabamos entendiendo mejor gracias a la literatura y al cine, quizá porque el arte va siempre por delante y nos muestra cómo será el mundo en el futuro. Una de esas escenas ejemplares que nos instruyen indirectamente, que nos recuerdan la diversidad del Universo, que nos enseñan a convivir con seres distintos de nosotros, es una de La Guerra de las Galaxias, la gran película de George Lucas. En ella se ve al protagonista, Luke Skywalker, entrando en un bar, en una taberna ubicada en un planeta desértico y remoto. Allí, acodados a la barra, beben, conversan o murmuran criaturas de lo más variopinto: hombres, robots, androides, monstruos y animales de toda índole. Es verdad que hay miradas desconfiadas, gestos extraños, amenazas mudas y cierta tensión en el ambiente; es verdad que incluso la cosa termina en pelea y, sin embargo, para entonces el espectador juvenil, en pleno proceso de educación y aprendizaje, ya ha aceptado con simpatía ese local, ha admirado la variedad de tipos, se ha sentido cómodo en la butaca y hasta ha soñado con encontrar en su vida real un espacio como ese, tan tolerante, tan libre, tan a salvo de los prejuicios que nos constriñen habitualmente.
Ya de vuelta en la Tierra, de nuevo en los confines del tema que nos ocupa, cabe hacer una extrapolación de todo eso. Me refiero a que esa aceptación respetuosa de la diversidad puede dejar de ser ciencia ficción. Cualquiera que viva en el campo o pase tiempo disfrutando de él sabrá que la relación con los animales es mucho más intensa que en la ciudad. Hay un encuentro diario, un trato continuo, un diálogo permanente con perros, gatos, ovejas, burros, caballos, vacas, gansos o cabras. Y aunque con los que habitan en las profundidades del bosque el vínculo no es tan estrecho, también hacia ellos, hacia ciervos, corzos, jabalíes, zorros o conejos, va desarrollándose una empatía que nos permite verlos con otros ojos.
Claro, esa es la mirada que debería prevalecer. Ojalá llegue un día en que nos olvidemos de la diferencia entre especies. Igual que en las novelas de Olga Tokarczuk, donde hombres, animales, plantas y objetos inanimados comparten protagonismo en la historia narrada, deberíamos considerar a todas en su importancia dentro del ciclo natural, en lo que respecta a su derecho a sobrevivir, comprender que se nos parecen mucho en su búsqueda cotidiana de alimento, cobijo y cariño, y actuar en consecuencia.
El autor es escritor