La muerte de Franco no fue el hito fundacional de nuestra democracia, pero no fue tampoco un acontecimiento cualquiera. Recordarlo y conmemorarlo no devalúa lo sucedido en 1977, al contrario, supone una buena coartada para transmitir valores positivos.  

En el caso de Portugal el momento fundacional de su democracia fue el 25 de abril de 1974, cuando sonó aquel vibrante Grandola Vila Morena por la radio y los capitanes del ejército salieron a la calle. En Francia todo comenzó en agosto de 1944, cuando las tropas aliadas, entre las que se encontraban un puñado de republicanos españoles, entraron en París. Ils sont arrivés titulaba eufórico el periódico Libération el 25 de agosto del 44. La mayoría de países tienen un día, un momento fundacional, una conmemoración redonda. Sin embargo en España, como afirma el historiador Ferran Gallego, para buena parte de las élites el camino hacia la democracia fue “un proceso no deseado”. 

En España, la llegada de la democracia fue un proceso histórico complejo, multicausal y no una especie de revelación de las élites de la época. Nuestra democracia no llegó por cuatro cafés en el Ritz, sino sobre todo por el pulso que la oposición antifranquista sostuvo en muchos espacios. Nicolás Sartorius, dirigente de CCOO y protagonista de los acuerdos importantes de aquella época, destaca que el movimiento obrero y las capas medias representadas por los estudiantes universitarios fueron la punta de lanza, los motores de las grandes movilizaciones sociales que hicieron inviable la continuación de la dictadura y abrieron camino a la democracia. De hecho, en los tres primeros meses de 1976 se convocaron en España 17.731 huelgas, una galerna de protestas exitosa que buscaba acabar con cualquier tentación de continuidad a través de un gobierno de Arias Navarro y Fraga. 

Franco murió en la cama, pero el franquismo lo hizo en cada una de esas luchas sociales que se llevaron a cabo en esa época. 

Por eso este país, y especialmente quienes nacimos ya en democracia, estamos en deuda con aquella generación que se dejó hasta el aliento en esas luchas democratizadoras. De eso va el 50º aniversario de la muerte de Franco. Entre la impugnación total e injusta de la Transición y la elitización de ese proceso de cambio necesitamos cultivar una memoria que nos ayude a consolidar la narrativa democrática. 

En estos tiempos en los que los discursos de odio tienen una presencia creciente, merece la pena esforzarse por lograr un consenso memorial, una comunidad del recuerdo que nos permita consolidar la democracia y sus valores también a través de la memoria, porque en realidad después de 40 años de dictadura la democracia es nuestra patria común. La gran mayoría de la oposición antifranquista fue pacífica y ese es un patrimonio ético que es necesario reivindicar. 

Sin embargo, la violencia fue constitutiva del franquismo. Toda circunstancia extrema es una batalla diaria de subsistencia moral, por eso nuestro compromiso histórico supone que los desperfectos morales provocados por años de violencia duren lo menos posible. Lo importante es que al menos el cuerpo ético de la sociedad, los nuevos códigos de convivencia, se asienten sobre una base profunda. Y conmemorar la muerte de Franco, ser conscientes de lo que ello supuso, ayuda a deslegitimar definitivamente y para siempre el franquismo y los valores que llevaba aparejados. Así que hablar de aquella generación de antifranquistas que tuvieron una voz honrada en medio del espanto forma parte de la mejor tradición comunitaria.

Una sociedad con una memoria democrática robusta, con autoestima democrática, puede resistir mejor las tentaciones revisionistas de los grupos ultraderechistas, interesados en trasladar una imagen caótica y conflictiva de cualquier tema relevante, también en asuntos de memoria. 

Si el ejercicio de la memoria, como dice J.B. Metz, es una especie de solidaridad hacia atrás, contar, conmemorar y dejar escrito lo sucedido es un deber moral con las siguientes generaciones que, además, es inaplazable. 

En España tenemos el deber histórico de construir una memoria democrática común, como existe en la mayoría de países europeos. Para ello es crucial que el olvido deje de tener prestigio. Creer que pasar página cuanto antes es la base para la armonía social es un error. Buena parte de la opinión pública española cree que el olvido es un costo asumible, si a cambio los avances son sustanciales. Pero eso es una ruina moral porque la verdad, y contarla, no solo es un derecho de las víctimas, es también una cualidad fundamental para la convivencia. 

En nuestro caso se recurre de forma abusiva a la idea de que nuestros abuelos decidieron olvidar, pero lo que realmente decidieron fue no hablar de ello en público, que no es lo mismo. José Saramago describió como “una vieja costumbre de la humanidad esa de pasar al lado de los muertos y no verlos”. “Lo que se calla la primera generación, la segunda lo lleva en el cuerpo”, afirmaba la escritora francesa Francoise Dolto.

La memoria democrática de un país no puede quedar relegada a la sucesión de memorias familiares e íntimas. Por eso conmemorar los 50 años de la muerte de Franco desde el Gobierno de España implica dar veracidad oficial a los testimonios de los luchadores antifranquistas y ayuda a culminar el andamiaje democrático de España.