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Danok Oteiza: el arte como un bien común

Danok Oteiza: el arte como un bien comúnIban Aguinaga

El pasado martes se presentó en la Fundación Oteiza de Alzuza el movimiento Danok Oteiza, una iniciativa llamada a aglutinar sensibilidades, proyectos e inquietudes en torno a la figura de Jorge Oteiza. El nombre mismo del movimiento –todos Oteiza– es ya toda una declaración de intenciones: no se trata de construir un nuevo mausoleo intelectual en torno a la obra del escultor, sino de abrir caminos colectivos, de reconocer que el pensamiento de Oteiza pertenece a todas y todos, y que su fuerza sigue irradiando en la sociedad contemporánea.

La presentación de este movimiento llega en un momento propicio, cuando la necesidad de espacios de reflexión compartida, de raíces culturales y de comunidad se hace más acuciante. Y en ese sentido, recordar a Oteiza no puede limitarse a revisitar sus esculturas o sus ensayos: hay que releer su vida como un compromiso constante con la educación. Porque si algo entendió Oteiza, con una lucidez poco común, fue que la cultura y la identidad se juegan en las primeras etapas de la vida, allí donde las niñas y los niños aprenden a mirar, a sentir y a expresarse.

En sus escritos y en sus acciones, Oteiza mostró siempre un interés profundo por la educación infantil. No era un gesto retórico: estaba convencido de que el arte debía ponerse al servicio de los más pequeños, no como un adorno, sino como una herramienta para despertar su sensibilidad, su imaginación y su capacidad crítica.

Uno de los episodios más singulares en la relación de Oteiza con la educación fue la creación, junto con FUNCOR, de la escuela experimental de Elorrio en los años sesenta. Aquel proyecto, muchas veces olvidado en los relatos oficiales, fue una auténtica revolución pedagógica adelantada a su tiempo, que coincidió con el origen también de las Ikastolas No se trataba solo de escolarizar, sino de educar desde el arte y la libertad creadora. Para ello, Oteiza no dudó en rodearse de artistas que compartían su visión radicalmente creativa. Entre ellos, dos nombres fundamentales: José Antonio Sistiaga y Esther Ferrer. Sistiaga, pionero del cine pintado a mano y de la pedagogía activa, impartía talleres basados en la exploración sensorial, el gesto libre y el juego como herramienta de descubrimiento. No enseñaba a los niños y niñas a pintar “bien”, sino a pintar desde dentro, como quien lanza una emoción sobre el papel. Ferrer, posteriormente figura destacada del arte de acción, aportaba una mirada profundamente libertaria y feminista. Sus propuestas didácticas desmontaban jerarquías planteando propuestas de intervención en el espacio, el cuerpo y el tiempo como materiales creativos. Lo que allí sucedía desbordaba cualquier esquema pedagógico tradicional: las aulas eran talleres, los horarios eran flexibles, el error estaba permitido y el arte no era una asignatura, sino la lengua materna de la escuela. Oteiza observaba aquello como quien contempla la materialización de una utopía: la infancia viviendo el arte no como lujo, sino como derecho.

Esa mirada hacia la infancia encontró su aliado natural en las ikastolas, proyectos comunitarios que surgieron para garantizar la transmisión de la lengua y la cultura vascas desde la raíz. Oteiza se sintió siempre cercano a las ikastolas, y no dudó en apoyarlas con lo más valioso que tenía: su arte y su creatividad.

Quien repase la historia reciente de las ikastolas encontrará la huella generosa de Oteiza en numerosas ocasiones. Ahí están, por ejemplo, las esculturas que cedió a la Ikastola de Lesaka, la Maqueta de la estela al Padre Donosti de 1958 o “Irten ezin” (Navarra como laberinto) que luce en el patio de Zangoza Ikastola desde 1998 en que autorizó su reproducción; testimonios de su implicación real y desinteresada. Su gesto no se limitaba a regalar una obra: era una manera de inscribir su apoyo en la vida cotidiana de esas comunidades educativas, de dejar una semilla que los niños y niñas podían ver cada día, en su propio entorno escolar.

De igual modo, cabe recordar las piezas que donó para iniciativas como los Artea Oinez: “Articulación de cuatro espacios vacíos” (Lodosa, 2001) y “Homenaje a Popova” (Estella-Lizarra, 2004), que forman parte de esa corriente generosa que lo caracterizaba. Cada cesión, cada obra entregada, era un acto de confianza en el poder transformador de la cultura compartida.

No menos importante es el legado gráfico que Oteiza puso al servicio de proyectos culturales y educativos. Diseñó logotipos, creó símbolos y regaló su ingenio a Zangoza Ikastola en 1987 “Irten ezin” así como a la revista Keinu de Lizarra Ikastola en 2003, a la que entregó además una foto suya dedicada a los alumnos y alumnas del centro. Estos gestos, a veces menos visibles que la donación de esculturas, muestran a un Oteiza consciente del valor de la imagen como herramienta de identidad colectiva. Un logotipo, en sus manos, no era un mero recurso estético: era un signo de pertenencia, de complicidad, de futuro.

En un tiempo en el que el mercado del arte se obsesiona con la cotización y con la exclusividad, los gestos de Oteiza hacia las ikastolas y hacia la educación nos ofrecen una lección imprescindible: el arte tiene sentido cuando se comparte, cuando se pone al servicio de la comunidad. La grandeza de un creador no se mide solo por la monumentalidad de sus obras, sino también por su capacidad de sembrar belleza y pensamiento en la vida cotidiana de la gente.

Por eso, el nacimiento del movimiento Danok Oteiza no debería entenderse solo como un espacio para custodiar su legado, sino como una invitación a prolongar su ejemplo: el compromiso con la educación, con la infancia, con la lengua y la cultura propias, con la generosidad como principio rector.

Al presentar este martes el movimiento en la Fundación Oteiza de Alzuza, se abre una puerta para seguir explorando la vigencia de sus ideas. Quizá una de las tareas más urgentes sea precisamente ésta: recuperar la centralidad de la infancia en cualquier proyecto cultural, situar la educación en el corazón de las políticas y aprender a pensar el arte como un bien común.

Oteiza solía decir que la misión del artista no era tanto producir objetos bellos como abrir caminos de sensibilidad. Esa es también la misión de Danok Oteiza: abrir un camino colectivo en el que todas y todos podamos reconocernos. Y en ese camino, las ikastolas, las escuelas y los niños y niñas serán siempre protagonistas, porque ahí es donde el escultor universal supo ver el verdadero lugar de la esperanza.

El autor es director de las ikastolas de Navarra