Sin discusión mandan el pulpo, jamón asado, oreja rebozada y pimientos del padrón. “Te pueden gustar los callos, el ajoarriero, las albóndigas para los críos, la empanada... Pero son suplementos. El cliente del Mochuelo viene a lo que viene”, certifica Isidro. Para qué cambiar lo que funciona desde hace medio siglo.
El bar de la calle Juan María Guelbenzu, en La Milagrosa, sigue mimando un producto que importaron sus antiguos dueños. Un matrimonio gallego, Marisa y Valeriano, que puso nombre al bar y al que, tras más de dos décadas de actividad, relevaron hace 24 años –el 22 de febrero de 2001– los socios Isidro Mendibe y Ángel Urtasun. El primero en barra, el segundo en cocina y “ninguno de Galicia”, se ríe Mendibe. Muchos de sus platos sí lo son.
“El pulpo, pimiento, jamón y la oreja ya viene de entonces, de cuando cogimos el bar. No hemos quitado nada. Hacemos lo que hacían los anteriores dueños y hemos añadido algunas cazuelas o las ancas de rana” explica Mendibe.
Porque tenían claro que “la clave era hacer el pulpo exactamente igual y con los mismos ingredientes que ellos. Muy buen aceite, muy buen pimentón... Con el jamón asado prácticamente igual. Y lo mismo con la oreja”, resume.
Para respetar el producto tal cual, Marisa les estuvo enseñando en la cocina, y cuando ya volaron solos “nos quedamos con los trabajadores que estaban entonces, José y Angelines en la cocina, y ellos fueron los que nos guiaron por dónde iban las cosas”, dice.
Puestos a destacar, entre todos sus clásicos “el pulpo es el rey. Si te quedas un domingo sin jamón no pasa nada. Pero sin pulpo no te puedes quedar. Eso es sagrado”, asegura.
Abierto todos los días del año excepto navidad, año nuevo y reyes, los números no mienten y avalan el tirón de sus productos estrella. El bar despacha a la semana al menos 80 kilos de pulpo, alrededor de 60 kilos de jamón asado –unos 10 jamones– y aproximadamente 125 orejas, oreja arriba, oreja abajo. Todo regado con Ribeiro, vino que en el Mochuelo se bebe con generosidad y llega desde Galicia en palés. No duran mucho en el almacén.
Los comienzos
Isidro y Ángel habían trabajado juntos muy cerca del Mochuelo, en el Txoko Berri. Y conocían el bar porque solían ir con sus familias a cenar. Aunque cada uno siguió caminos laborales diferentes, se volvieron a encontrar en el Mochuelo cuando vieron la oportunidad de coger las riendas del negocio. “Nos arriesgamos y ha salido bien”, reconoce Isidro. Y eso que tuvieron problemas nada mas empezar. “Cogimos el bar en febrero y en septiembre se nos hundió el suelo. Tuvimos que levantar todo el bar, porque estaba hueco, y abrimos el 31 de diciembre de ese mismo año. Ya a tope”.
La suya es una tasca de las de toda la vida, sin adornos ni artificios: “Cuando hicimos obra lo podíamos haber hecho muy moderno, con luces de neón y tal... pero dijimos, ‘oye, no, haznos algo normal’. A mí me gusta como está. Puedes pintar, pero todo igual. Y no puede faltar el Mochuelo en la ventana”, confirma el hostelero.
El bar, con su Mochuelo en la ventana, funciona. “Las crisis las notamos todos y los buenos tiempos también. Pero sí, funciona. Y ahora nos han arreglado la calle; por un lado ha mejorado mucho la terraza, que tiene mucho éxito y se nos queda pequeña a veces. Por el otro te perjudica que para aparcar está complicado, la gente quiere aparcar cerca del comercio y se nota. También están cambiando las costumbres desde la pandemia, ahora hay más comidas y más meriendas, pero menos cenas a la noche”, opina.
Sin contar el pulpo, para Isidro lo mejor de su trabajo es “el trato con los clientes y la gente que viene. Con los del barrio, que te conoces de todos los días, te vacilan, les vacilas... y las conversaciones, que no es solo el clásico del fútbol. Aquí hay unas conversaciones muy serias y muy buenas. Yo vengo de buenas a trabajar todos los días, porque estoy a gusto con la gente. 24 años dan para conocer a mucha gente”, dice.
Además de los clientes del barrio, al Mochuelo, “también viene mucha gente de fuera. De Pitillas, Tafalla, de Elizondo, de Lekunberri han venido unas cuadrillas impresionantes, de Puente la Reina... de toda Navarra, también de San Sebastián...”.
Por contra, lo que peor lleva son “los años. Que ya las rodillas se resienten, la columna, la cabeza. Son muchos años, desde los 16, siempre de pie. Este trabajo es muy bonito, pero es más sacrificado de lo que la gente piensa. No es abrir una botella de vino y servirlo, o poner un pintxo de tortilla y ya. Son muchas más cosas. Y la gente agradece una buena atención”.