Era el minuto 84 de su discurso de una hora y tres cuartos. Suponía la penúltima de sus ocho prioridades para la futura legislatura que gobernará con toda la carga ideológica imaginable. Fue entonces cuando Pedro Sánchez, que hoy será investido presidente con 179 votos transversales procedentes de siete partidos, mencionó la palabra amnistía, maldita para una envalentonada oposición y que el resto del Congreso, con presencia de numerosos senadores, esperaba con un comprensible escalofrío silencioso.

A los 10 segundos del inicio de su discurso y hasta poco antes de una apresurada despedida por superar en más de 10 minutos su tiempo reglamentario, Alberto Núñez Feijóo solo tuvo palabras para advertir de los riesgos que conllevará “la humillación” de Sánchez ante el independentismo catalán y “la cesión” ante el resto de partidos que lo apoyan. Un discurso monotemático que el líder del PP aprovechó para recordar que seguirán llevando “a la calle y a todas las instituciones” su rebeldía contra “esta compra del poder”. Por eso, enfatizó: “No nos callarán”.

IRRECONCILIABLES

El agua y el vino. No se preveía otro desenlace en esta primera jornada, cargada por el diablo de una tensión social como jamás se ha vivido. Nadie recuerda unos accesos al Congreso para un pleno de investidura, controlados desde dos kilómetros antes ni siquiera la presencia de 1.600 policías –600 más que en la elección de Rajoy presidente–, desplegados en lugares estratégicos de una Corte que respira crispación por demasiados costados. Un electrizante ambiente que, quizás, apenas suponga, desgraciadamente para la democracia y la necesaria convivencia, el simple entremés de unos futuros meses insoportables para el sentido común y la eficacia de las instituciones. Sirva como augurio este ilustrativo botón.

Mientras Sánchez instó a Feijóo a situarse en el carril de “la mesura y la responsabilidad”, el aludido le dijo que “no me va a encontrar en esa unidad con los que quieren romper España”. Ahora bien, aún quedaba la boutade alarmista de Abascal. Fiel a su despropósito aseguró que Sánchez llegaba al poder mediante un “golpe de Estado”. Francina Armengol no se lo permitió, pero el aguerrido diputado evitó retractarse. Una imagen que justifica el miedo de decenas de miles de votantes a que la ultraderecha llegue un día a La Moncloa.

En realidad, la soleada matinal, que permitió proliferar innumerables corrillos principalmente a la búsqueda de candidatos a futuros ministros, venía preñada de una desmedida carga revanchista desde la tarde anterior en el Senado. La descarada utilización del reglamento de la Cámara Alta por parte del PP para alargar al máximo la tramitación de la proposición de ley de amnistía enervó a los socialistas. Otro bidón de gasolina al fuego desatado a pie de calle y que no va a extinguirse tan fácil. De hecho, el sábado coincidirán la concentración de los populares en Madrid con la lista de elegidos para el futuro Gobierno.

Pudieron escucharse, sin sorpresa por tanto, dos visiones demasiado antagónicas sobre el futuro inmediato de un mismo país, que, desde luego, alumbran negros presagios. Mientras el socialista apostó por el desarrollo de “políticas de progreso” en una futura legislatura de “unidad y convivencia” a partir del diálogo en Catalunya “que va a permitir la amnistía”, Feijóo lo redujo sencillamente a “un delirio”.

CUERPO A CUERPO

Sánchez había elegido astutamente el orden de su temario. Dejó para el final, incluso para el posterior cuerpo a cuerpo con Feijóo, las emociones fuertes y los dardos envenenados. Por eso enarboló de salida el compromiso de hombre de izquierdas para trabajar por el reconocimiento del Estado de Palestina, los derechos del feminismo y la apuesta contra la emergencia climática. Fue la antesala de una retahíla de críticas hacia las medidas “retrógradas” que atribuyó a gobiernos autonómicos del PP y Vox. Hasta el extremo de considerarse “un muro contra la derecha”. Y lo va a seguir siendo, aunque Feijóo se enojara, quizá porque lo va asumiendo como cierto.