Las turbulentas aguas del sur del Golfo de Bizkaia, las del mar Cantábrico, han marcado con fuerza la vida de las gentes y pueblos que se han asentado en sus costas.
Temporales, pesquerías, guerras, comercio, turismo, olas y mareas se han grabado a fuego en el patrimonio marítimo de la costa de Iparralde, especialmente en la bahía de San Juan de Luz, que baña las localidades de Donibane Lohizune y Ziburu, Saint-Jean-de-Luz y Ciboure en lengua francesa.
La adaptación a la dura vida en y junto al mar Cantábrico ha obligado a tratar de ofrecer cierta seguridad a aquellos que salen a la mar en embarcaciones para ganarse la vida con la pesca, el comercio o en viajes trasatlánticos con diferentes fines. Faros, fuertes, rompeolas, semáforos, puertos y diques son los hilvanes que sujetan la frágil costura que supone vivir y trabajar sobre la línea en la que mar y tierra unas veces chocan y otras se funden.
Por Zokoa
El tramo de costa que, desde la desembocadura del Bidasoa en Hendaia hasta la bahía de San Juan, es la Corniche basque, los Acantilados Vascos, la parte más oriental del famoso flysch guipuzcoano. Y es en este punto, en Zokoa, el barrio con más personalidad de Ziburu, donde empiezan las primeras puntadas de un patrimonio marino y costero que, sin apartar la vista del mar, vigila la seguridad en tierra.
Zokoa es un antiguo puerto pesquero medieval en el que amarraba parte de la flota ballenera de la época. Tras perder importancia comercial frente al puerto de Ziburu-Donibane Lohizune, ahora es la navegación deportiva y de ocio la que cobra protagonismo.
Sobre el puerto se puede visitar el Fuerte de Zokoa, del siglo XVII, cuya misión era la defensa de este puerto y de la bahía. Con una interesante estructura que incluye dos puentes levadizos, se mantuvo en activo hasta el siglo XIX
Los acantilados tras los que se refugia Zokoa ofrecen una atalaya privilegiada. Dominando el horizonte se alzan dos torres: la de la casa faro, sobre el acantilado, y la del semáforo. Ambas tienen un mismo objetivo: la seguridad marítima. El faro busca ser visto, servir de señal y marcar una posición, mientras que el semáforo observa y vigila todo lo que ocurre a su alrededor, desde el tráfico marítimo hasta la meteorología, la contaminación o el salvamento marítimo.
El faro de Zokoa, con su casa blanca, su torre de 12 m coronada por una cúpula negra, da al paisaje una atmósfera de un cuadro pintado por Edward Hopper. Por petición de los pescadores locales, se construyó en 1844 para sustituir al anterior.
Por su parte, el semáforo se alza 24 m sobre el suelo y son necesarios 130 escalones para poder llegar a la sala panorámica, desde la que la vista llega de la costa de Bizkaia hasta más allá de Biarritz.
Lamentablemente, ni el faro ni el semáforo están abiertos al público de forma habitual.
De nuevo en el antiguo puerto pesquero, un dique llamado el del Fuerte de Zokoa protege de las olas la entrada y aleja a las embarcaciones de arrecifes y peñas peligrosas. Esto ha permitido la formación de una pequeña playa entre este y el muelle del mareógrafo, que, a su vez, protege la entrada al puerto.
El mareógrafo, o mareómetro, mide el nivel de la marea, su altura en cada momento, lo que facilita información a los barcos para saber si pueden hacerse a la mar o no en función de su calado.
Otro mecanismo que llama la atención es el gran cabestrante del muelle sur. En desuso desde la aparición de los motores a bordo, se empleaba para ayudar a las embarcaciones a entrar con seguridad al puerto por medio de sirgas y sogas.
En Ziburu
Dejando atrás Zokoa en dirección al centro de Ziburu y al puerto que comparte con Donibane, se puede ver la amplitud de la bahía, cuya entrada tiene casi 1,5 km de ancho. Esta apertura permitía que los temporales del oeste azotaran gravemente estas localidades.
Para evitarlo, para cerrar la bahía, además del dique del fuerte, Napoleón III ordenó construir otros dos: uno a los pies de la punta de Sainte Barbe, al otro lado de la bahía, y el otro, aislado en el centro, el de Artha. Su labor es parar y aguantar el embate de las olas, impidiendo que lleguen hasta la costa, a la vez que crean un entorno más seguro para los barcos que van al puerto de la desembocadura del río Urdazuri.
Ziburu y Donibane se alzan en sus orillas: en la izquierda se asienta la primera, mientras que la otra lo hace a la derecha. En consecuencia, cada una de las emblemáticas torres blancas que parecen faros —en realidad, balizas y luces de alineación— se reparten entre ellas.
Los marinos que las vean deben enfilar sus embarcaciones hacia ellas para entrar en el canal, dejando por babor, a la izquierda de la marcha, la torre marcada en rojo a la entrada del canal, dirigiéndose aguas arriba hacia la otra. Ambas estructuras, del año 1936, como el semáforo de Zokoa, son obra del arquitecto André Pavlovsky.
Lo que oculta Donibane Lohizune
Embarcaciones de recreo, profesionales y turísticas se cruzan dando vida y movimiento al puerto compartido. En el lado de Ziburu, los pantalanes acogen a la mayoría de las embarcaciones de recreo, mientras que enfrente, pesqueros y barcos turísticos comparten espacio en los muelles. Es el corazón de la vida marítima de la bahía.
La torre de la iglesia de San Juan Bautista se recorta sobre los mástiles de los veleros; el antiguo convento de los Recoletos, ahora un centro cultural, sigue separando ambos espacios, y en la parte más interior, la lonja de pesca distribuye cada día las capturas de los profesionales.
¿Ese es San Fermín, el de Pamplona?
La senda costera tiene su final en la capilla de Santa Bárbara, un sencillo edificio de piedra, planta ovalada y cubierta de teja. Pero oculta una sorpresa. Si a un lado de la portada luce una escultura de la titular, al otro aparece una imagen de San Fermín, obispo de Amiens y de Pamplona.
La historia de esta sorprendente devoción remite al caballero Firmin Van Brée, un destacado ingeniero, financiero y hombre de negocios belga que dirigió numerosas empresas en el entonces Congo Belga, además de destacado mecenas de Donibane Lohizune durante la primera mitad del siglo XX.
A su vuelta de África, se instaló en esta localidad de Iparralde, donde falleció en 1960. Además de esta capilla al lado de su mansión, mandó construir la cripta donde está enterrado, una réplica de la que hay en la catedral de Amiens, donde está enterrado el santo pamplonés. Una segunda escultura de San Fermín, copia de la de Amiens, preside la entrada, mientras que una vidriera de colores con su imagen ilumina el interior. Así que sí, es San Fermín, el de Pamplona y también el de Amiens.
Desde aquí, la gran playa de San Juan de Luz ocupa el lado norte de la bahía, que acaba en la punta de Sainte Barbe, frente a Zokoa. Es la zona más residencial de la villa y también el gran pulmón verde costero con el parque Ducotenia, un conjunto de jardines y espacios que aprovechan cada rincón de la pendiente que asciende hasta el cabo.
En lo alto de la punta de Sainte Barbe, una parpadeante luz roja avisa a los navegantes de las peligrosas peñas sumergidas, y numerosos carteles advierten a los paseantes del peligro de acercarse al borde de los acantilados batidos por el viento.
Son muchos quienes recorren la amplia y recién renovada senda costera que llega hasta el puerto. En el tramo que sube hasta la capilla de Sainte Barbe, patrona de artilleros, mineros y bomberos, los abandonados búnkeres remiten a la Segunda Guerra Mundial, cerrando en el tiempo y el espacio el círculo defensivo de la bahía que comenzó en el Fuerte de Zokoa, el viejo castillo de los piratas.