Aquella mañana de Sanfermín, Jon volvió a casa a las siete en punto.

“Anda, hijo —le requirió su madre apenas pisó la cocina—. Ponles a los chicos una película, que llevan una hora metiendo ruido.

Luchaba Jon por mantener los ojos abiertos, pero obedeció a su madre y regresó a la cocina. Allí estaban su tía Lola y su primo Ignacio. Jon tomó asiento y empezaron a desayunar. Los tres hijos de su hermano mayor, de entre dos y seis años, permanecían en silencio y entretenidos en el salón, y en la cocina se oía el ruido de la nevera.

“No sé qué verán esos críos en el encierro para levantarse tan pronto…”, comentó su tía, y oyeron que los niños aplaudían.

“Muchas cosas —dijo su primo—. Una manada de toros bravos sueltos por la calle… Unos jóvenes que corren delante y se juegan la vida… ¡Qué pocos espectáculos hay así de bonitos y de emocionantes!”

Cogiendo otra magdalena del plato que había sobre el mantel, Jon quiso y no pudo asentir con la boca llena.

Los chicos aplaudieron de nuevo en el salón y su madre hizo un gesto de extrañeza. “¿Qué les has puesto?” “Una película de Disney”, respondió Jon echando mano de otra magdalena. Oyeron el ruido del frigorífico y, enseguida, más aplausos de los niños.

“¡Qué raro que aplaudan con una película de Disney!”, replicó su madre. Se levantó de la silla y tomó el corredor. “¡Ay, Dios mío!”, la oyeron exclamar. “¡No, abuela, no!”, “¡No, abuela!”, “¡No la quites, abuela!”, protestaron los niños.

En la cocina, Jon oyó los pasos de su madre, que regresaba. “Pero ¿cómo se te ocurre ponerles… —se detuvo en el umbral y ojeó el disco— El empotrador y la pilingui?”

Jon intentaba mantener los ojos abiertos. “Con ese título —argumentó—, parecía una película buena”. “Sí, muy buena. ¡Y los críos aplaudiendo…!”