Las calles del Casco Viejo se habían olvidado de qué era el silencio. Y, ahora, cuando los últimos turistas rezagados arrastran sus maletas y los bares bajan sus persianas para descansar de la fiesta, la ciudad parece suspirar, todavía con algo de resaca. Entretanto, los servicios de limpieza borraban las huellas de vino, confeti y nueve días de desfase. Se trata del último eco de una fiesta que terminó unas pocas horas antes, con el encierro de la villavesa, pero que dejará su recuerdo impregnado en la memoria hasta el año siguiente. Y algunos se olvidarán de la suciedad, las multitudes y el ruido. Otros, en cambio, tardarán un poco más. Porque el balance de estos Sanfermines es agridulce: mientras que unos cierran las ventanas durante días, duermen con tapones y no soportan las problemáticas de la fiesta, otros no cambiarían nada y alaban la tradición que une generaciones entre txarangas, pañuelos rojos y almuercicos.

Maite Etxeberria, vecina de la calle Jarauta de 62 años, se decanta por esta segunda opción: “Llevo aquí toda la vida, pero no lo cambiaría por nada porque te entra una alegría en el cuerpo que no hay el resto del año”, apuntó. Con todo, sí reconoció algunos asuntos de los que sí se queja; en concreto, que muchos de las personas –por lo general, hombres– que transitan su zona, utilizan la puerta de su domicilio como si fuera “un baño público. Eso es lo que más nos cansa porque es una falta de respeto. El resto me parece maravilloso. Creo que es algo soportable”, reconoció. En esa misma línea, Ignacio García, natural de Madrid e inquilino de 34 años de la calle Curia, resumió los nueve días de Sanfermines como “un caos maravilloso. Si madrugas, todo está sucio, pero pasa un rato... y ves a un montón de gente limpiando todo para que esté todo completamente limpio. Yo no sabría por dónde empezar, pero ellos sí y lo dejan como los chorros del oro”, enunció.

Tolerancia a las fiestas

Dos peregrinos llegan a la plaza del Ayuntamiento junto con dos chicas que se resisten a que termine la fiesta, a pesar de las calles vacías. Javier Bergasa

Gloria Rodríguez, vecina de 71 años de la calle Nueva; María Herreras, que vive en frente del portal de Francia, y Aurora Ilundain, vecina de 80 años de la Plaza del Castillo, se sentaron en uno de los bancos situados debajo de la casa de esta última para comentar las fiestas. Y todas ellas se mostraban encantadas. En especial, Aurora, quien admitió ser “muy juerguista”, a pesar de que ella ya no pueda salir. Sin embargo, “me encanta escuchar la fiesta de los demás. Y eso que mi habitación da justo a donde se hacían los conciertos, pero nada. Me dormía con las ventanas abiertas”, contó. “Es que hay que ser un poco tolerante. Al final, son solo nueve noches que se pasan rápido. O igual es que somos mayores y estamos acostumbradas”, se rio María.

De la misma manera, también hablaron acerca de la suciedad y las aglomeraciones. Y todo fue positivo –mencionaron la increíble labor de los trabajadores de la limpieza, que a pesar de la dificultad para acceder a sus casas debido a las multitudes, no les parecía un gran problema, etc.–, a excepción del pis: “Eso es lo peor. Te mean en la puerta y la mitad de esa orina entra por la rendija de abajo. Les tenemos que poner burletes porque las dejan de pena. Que hagan eso en el pasillo de su casa”, se quejó Gloria.

Ruidos, suciedad y multitudes

Pero no todos los vecinos del Casco Viejo muestran una visión tan vitalista de la fiesta. En el caso de Valeria Solano –joven de 23 años vecina de la calle San Nicolás–, quien ha percibido que este año ha habido más gente, señaló que es difícil dormir porque, a pesar de que muchas casas se encuentren insonorizadas, “cuando tienes calor, quieres abrir la ventana y se escuchan los conciertos de la Plaza del Castillo, la txaranga que pasa por debajo del balcón o los fuegos artificiales”, dijo. De esta manera, también indicó que el centro se convierte en una “zona 0 y el ruido afecta porque no hay una regulación que dictamine que todo acabe a las 4.00 de la mañana. Y tampoco tendría por qué haberla porque no puedes dejar a la gente sin fiesta”.

Por otro lado, mencionó las dificultades que sufre a la hora de acceder a su domicilio, ya que hay muchos bares que colocan las mesas junto a los portales y, como consecuencia, obstruyen los accesos a las casas. “Eso significa que muchas veces nos tenemos que andar peleando con la gente que se está tomando algo para que nos dejen acceder a nuestras casas. Y eso cansa mucho porque ellos no son los culpables porque se lo están pasando bien. A mí me resulta incómodo y yo no tengo problemas de movilidad...”, declaró. En esa misma línea, Iker Garde, vecino de la misma calle, alegó que los grandes afectados son “los vecinos del Casco Viejo, porque no podemos impedir que haya fiesta y que se lo pasen bien, pero sí deberían ser más responsables a la hora de no ensuciar tanto las calles. Esto va de tener un compromiso con los que vivimos en el centro. Que recuerden que hay vecinos por donde salen de fiesta”, concluyó.