No quiero que nadie en la vida pase por lo que he pasado yo. A veces sueño con todo lo que he vivido, con lo que he pasado en la vida”. Con un hilo de voz, pero con los ojos llenos de nostalgia, Dolores bucea en su memoria para tratar de completar el puzzle de su vida. A sus 93 años los recuerdos no son tan nítidos como para dibujar todos y cada uno de los pasajes que ha sufrido, pero los capítulos dejaron tanta huella en su cabeza que es capaz de irlos esbozando para que quien la escucha componga el relato, cogiendo de aquí y allá nubes de recuerdos que van saliendo de su cabeza. “Si hubieras venido hace cinco años…”, se lamenta su hijo Francisco Javier Arnedo que le cuida y escucha atento algunos pasajes que no conocía.

“No quiero que nadie en la vida pase por lo que he pasado yo. A veces sueño con todo lo vivido”

Dolores Ferreiro Rueda - Niña emigrada a Rusia en 1937

Dolores Ferreiro Rueda, tudelana de adopción, nacida en Valladolid, criada en Bilbao y rusa de corazón, ha sufrido mucho, tanto que al recordarlo no lo narra con amargura sino con una sonrisa, como quien cuenta una aventura ya superada. Con la mirada puesta en el infinito, los ojos llenos de emoción y su escasa voz trata de recuperar su vida perdida en algún rincón de su cerebro.

Solo con enseñarle la tarjeta de embarque de aquella madrugada del 12 de junio de 1937 su memoria se activa. Sellada por el Gobierno Vasco marca “Expedición a URSS. Apellidos: Ferreiro Rueda. Nombre: Dolores. Edad: 5 años. Fecha de nacimiento: 13-4-1931. Naturaleza: Valladolid. Nombre y domicilio de los padres: Constantino y María. Bilbao La Vieja, 21 – 3º dcha. Bilbao”. Aquella noche 4.500 niños y niñas embarcaron en el vapor Habana para huir de la guerra y ser deportados a Francia (la mayoría) o la URSS (1.500 de ellos), sin saber si volverían o no. Una de ellos era la pasajera 324, Dolores Ferreiro Rueda, y con ella el 325, su hermano Domingo (nacido en 1928), y la 326, su hermana Soledad (nacida en 1927). Eran los tres hijos más pequeños del matrimonio formado por Constantino Ferrreiro y María Rueda. Otros dos, Tino y Herminia, quedaron en un Bilbao acorralado por las tropas nacionales que habían roto el cinturón de hierro y que apenas seis días después entrarían en la ciudad. El temor de las familias al futuro era tal que más valía poner a salvo a los hijos e hijas y brindarles un futuro, aunque fuera a costa de sacarlos del país. En abril la Legión Cóndor había arrasado Gernika y los bombardeos sobre poblaciones como Durango, con centenares de víctimas civiles, eran habituales. De hecho, ese mismo 12 de junio las tropas nacionales bombardearon Bilbao profusamente, una ciudad que en esos dos años recibió más de 62 operaciones de bombardeo aéreo. Los diarios alertaban “El pánico puede producir más estragos que las bombas. Los refugios se han habilitado para algo. Las sirenas suenan para algo. Quienes no tengan valor para seguir en sus puestos de trabajo, a guarecerse”.

El embarque

Sus recuerdos de antes de la guerra son muy escasos. Constantino trabajaba en la mina en Bilbao, aunque debió hacerlo en otros lugares ya que Soledad nació en Mieres y Domingo y Dolores en Valladolid, al menos eso dicen las tarjetas de embarque, aunque el documento presenta varios errores como su edad (pone 5 años cuando ya había cumplido 7) y su fecha de nacimiento (pone el 13 de abril de 1931 cuando es el 15 de abril de 1930). De antes de la Guerra Civil solo tiene flashes, “me dejaban sola en casa y se iban con baldes a recoger el carbón que se caía de los trenes a las vías. Éramos muy pobres y no teníamos nada”. Tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, Constantino marchó al frente, quedándose María con los cinco hijos por lo que Herminia, la mayor (1923) se fue a trabajar sirviendo en una casa. Costantino fue uno de los miles de trabajadores republicanos que salió a los montes a defender Bilbao y uno de esos miles que murieron sin dejar casi huella documental. Su nombre aparece en el registro de milicianos del primer batallón del Regimiento de Cultura y Deporte del Ejército Vasco hasta el mes de junio de 1937, en que pasa a la lista de los heridos y luego desaparece. “Se fue al frente y dijeron que murió. Pues si murió ése sería su destino, me decía yo”, señala Dolores con ese aire de resignación que impregna todos los avatares vividos.

De esa forma, y siguiendo los numerosos anuncios que salieron en la prensa de la época, su madre decidió embarcar a tres de sus hijos en un vapor llamado Habana que salió del puerto de Santurtzi. En los periódicos vascos se publicaron los horarios de trenes especiales, de Bilbao a Portugalete, para que se desplazasen los niños acompañados por sus familiares. Las escenas de dolor y desesperación en los andenes son fáciles de imaginar. En la estación de Portugalete se despidieron de las familias y fueron transportados en camiones hasta Santurtzi, donde en el puerto se había dispuesto una gran carpa para organizar el embarque. Los diarios locales señalaban que los 4.500 niños que iban a viajar “deberán acudir esta noche a la Campa de los Ingleses donde está atracado el buque”. La expedición estaba organizada por Socorro Rojo Internacional y respaldada por el PCUS, el partido comunista soviético, para niños cuyos padres pertenecían a organizaciones socialistas, comunistas, anarquistas y republicanas. Dolores solo recuerda que acudieron los tres juntos al muelle, “había mucha gente. Mi hermano iba solo, siempre quería ir suelto y no quería ir de la mano con nosotras. Yo iba de la mano con Sole”. Juntos los tres, pero sin maleta ni un hato de ropa, “no teníamos de nada”. Quizá por aquellos momentos, cuando se le pregunta por cómo era su madre solo acierta a decir “muy pequeña y muy chillona”, sonríe y sus ojos se iluminan.

No era el primer viaje del Habana, un transatlántico construido en Sestao en 1927 de 146 metros de largo, 19 metros de ancho y 9 de profundidad. Había sido botado como Alfonso XIII pero la abolición de la monarquía y la llegada de la Segunda República dieron lugar al cambio de nombre. Era el sexto viaje que hacía para sacar a niños y adultos de una Euskadi en guerra hasta lograr poner a salvo a 22.787 personas.

El embarque de los niños se dilató tanto que acabó partiendo a las cinco de la madrugada del 13 de junio y fue el último gran barco en partir de Santurtzi con niños, 4.201, y 205 adultos, al que escoltaron el Resolution y 2 destructores hasta la localidad francesa de Paulillac, donde desembarcaron 2.900. El Gobierno provisional de Franco, establecido en Salamanca, criticaba la huida de los pequeños con comunicados, “el Gobierno comunista de Valencia (a donde se había trasladado) continúa organizando la criminal tarea de entregar a Rusia a los niños españoles. Ha sido constituido en Bilbao una Conserjería social, cuya misión consiste en arrebatar a las madres españolas sus hijos y entregarlos a todo el horror y la miseria de la vida soviética. España reclamará siempre el derecho a repatriar estos niños y devolverlos a sus familias”. El viaje debió ser lo menos parecido a uno de placer, pese a que los niños que iban a Francia dormían en los camarotes “que recordaban a los del Titanic”, decía alguna crónica. No sucedía lo mismo con los que iban a Rusia que fueron alojados en la zona de carga.

El resto de los pasajeros, 1.494 niños y niñas acompañados de 72 profesores, educadores y auxiliares y dos médicos, volvió a embarcar en otro buque, el Sontay un carguero de bandera francesa, que les llevó a Leningrado. El día 22 de junio atracaron en el puerto de la ciudad rusa siendo recibidos como héroes. Un periódico vasco narraba la llegada, “más de mil niños han llegado hoy a Leningrado. Acudieron al puerto a recibirlos los niños de las escuelas y los trabajadores de la capital, tributándoles un entusiástico recibimiento y haciéndoles entrega de ramos de flores. Los niños, emocionadísimos, al desembarcar dieron vivas a Stalin y a Rusia, entonando La Internacional”.

Dolores recuerda aquella llegada “nos cogieron, nos cortaron el pelo al rape, nos metieron en unas duchas, nos llevaron a Leningrado y nos repartieron en varios grupos, unos para Jerson, otros para Moscú, otros a Crimea…”. En total se organizaron 16 casas para acoger a los llegados en las distintas expediciones.

Tarjeta de embarque de Dolores con el número 324. Fermín Pérez Nievas

Txomin, Soledad y Dolores fueron llevados a la misma casa, en Leningrado. “Estábamos en el mismo colegio, pero cada uno estaba con su grupo según las edades y por la noche estábamos juntos. Teníamos una maestra de ruso y otra de español, otra de gramática, otra de álgebra... Fuimos aprendiendo poco a poco”, relata. Hay que tener en cuenta que para Dolores, al igual que para muchos, era su primera experiencia en la educación ya que en España no habían ido al colegio. Encarna Nicolás, de la Universidad de Murcia, en su análisis de los niños llegados a Rusia explica que la consigna general fue la de educar a los niños españoles, precisamente como españoles, por tanto con libros de textos en castellano. Se trataba de acercarlos a la cultura rusa, pero evitando su asimilación.

“En Leningrado era una casa grande y muy bien puesta para los niños. Fueron años duros –repite cada poco-. Llegamos sin nada, nos quitaron toda la ropa, nos dieron ropa de ellos y se portaron bastante bien con nosotros. ¿La comida? –contesta- bueno… -apunta con cierto desdén- pero era la guerra y había que perdonar todo. Bastante hicieron que nos salvaron”.

De nuevo la guerra

Así los tres hermanos Ferrreiro se fueron criando y educando en los valores y la cultura soviética sin tener ningún tipo de noticias sobre su madre y sus otros dos hermanos. Pese a todo, a esta primera etapa de sus vidas, entre 1937 y 1941 muchos historiadores la llaman “los años felices”, hasta el momento en que Hitler decidió declarar la guerra a Rusia y atacó con otra “guerra relámpago” al que había sido su aliado durante dos años. Las tropas alemanas penetraron fácilmente en Rusia y llegaron pronto a Leningrado de donde tuvieron que salir huyendo los niños y niñas españoles. 

Fue quizás, una de las etapas más duras de su estancia en la URSS. “La vida estaba bien en esos años. El ruso era difícil pero se portaban bien con nosotros. Lo peor fue la evacuación de Leningrado. Fue un sálvese quien pueda, la ley de la jungla. Cada uno huía como podía. Uno cogía un caballo, otro un tractor…”. El ejército alemán llegó a Leningrado el 8 de septiembre de 1941 y ante la defensa soviética decidió sitiarlo y así lo mantuvo hasta enero de 1944, durante 872 días, con un constante bombardeo y con la población civil sin posibilidad de huir o buscar alimento. La falta de comida obligó a alimentarse de palomas, gatos y ratas, e incluso se registraron actos de canibalismo y de compraventa de cadáveres. Curiosamente hubo españoles en los dos lados del frente en aquella lejana Rusia, de un lado los niños, de otro la División Azul.

Dolores salió corriendo por los campos de cultivo en la desbandada de aquel septiembre “íbamos por entre los panizos, si nada y allí me vio mi hermano y me subió a su caballo con él. Luego encontramos un tractor en el que iban bastantes niños más de nuestra casa y nos montamos. Nos llevó al tren”. Aquel tren llevó a cientos de niños atravesando la estepa rusa hasta Siberia, “no nos daban de comer, ni agua, ni comida era un sálvese quien pueda”. En aquella situación, Txomin intentó robar algo de comida de otros pasajeros, “le cogieron con las manos en la masa y le querían cortar la mano. El profesor José Moreno se lo llevó y les dijo que no se le podía cortar la mano. Los rusos decían ‘eso no se puede hacer, ha robado y se merece su castigo’, pero Moreno le dijo ‘son niños, estamos evacuando y necesita comer’”.

El convoy llegó a Altai, una región de Siberia en frontera con China y Mongolia, a la localidad de Tundrija. Uno de los lugares más fríos de Rusia, siempre blancos y llenos de nieve. “No había nada preparado cuando llegamos”, recuerda. “Nos trajeron colchones, almohadas y dormíamos unas 10 personas por colchón. No había agua y venía un hombre con un barril grande y un caballo para traer agua, con la que nos lavábamos y cocinaban”. Su memoria, ya difuminada, solo acierta a recordar que “no hacíamos nada, solo estudiar. Nevaba mucho y fueron años muy duros”, para acto seguido esbozar con dulzura los nombres de algunos de sus profesores “Antonio Pira, Cecilia, Leonor, Carmen, José Moreno…”.

La derrota alemana en Stalingrado fue el punto de inflexión de la invasión alemana y aunque el cerco de Leningrado se prolongó un año más, los niños entre 1944 y 1945 fueron enviados a Moscú. Allí se asentaron los tres hermanos, Dolores tenía ya 15 años, Soledad 18 y Domingo 17. Terminada la guerra comenzó a sufrirse las condiciones de la posguerra. Los niños españoles, que ya no eran pequeños e incluso algunos habían luchado con el ejército ruso, mantuvieron las relaciones entre ellos más que integrarse en la vida rusa. Dolores, con los años, comenzó a trabajar en una fábrica textil de Moscú y sufría también los rigores del régimen y de aquellos años, sin ni siquiera una habitación para ella, “¿Qué si tenía una habitación para mi? –sonríe y le brillan de nuevo los ojos- Una habitación era un lujo. En una habitación vivíamos 20. La vida era un poco dura. El pan estaba racionado. A los que trabajábamos nos daban un kilo, a los demás 750 gramos y a los más pequeños 350. Comíamos calabaza, verduras… de todo. ¿Carne? –sonríe de nuevo ante la pregunta- No había carne, pero eso sí, el 1 de enero era fiesta y se hacía un reparto de paquetes, primero a los huérfanos, luego a los parados y así repartían por todas las casas”.

Pese a todo, no dice una mala palabra del país que le acogió y los recuerdos los dibuja siempre con una sonrisa, sean duros o no. La experiencia forjó su carácter y también su pensamiento, ya que se muestra segura de la solidaridad y del objetivo del comunismo, “el comunismo estaba bien. El trabajo debía ser repartido entre todos. Éramos muchos y para todos no había, por lo que teníamos que aguantarnos, aunque pasáramos frío”.

Vuelta a España

Los años fueron pasando y el régimen franquista decidió permitir que aquellos niños que habían salido de España entre bombas pudieran volver a su país y los hermanos recibieron una carta de su madre que vivía en Eibar. Así, Dolores, con 26 años, y Domingo, con 29, decidieron volver en 1957, sin saber qué se iban a encontrar. Su hermana Soledad, que se había casado, había contraído la tuberculosis y no pudo embarcar. Habían pasado 20 años, toda su infancia, adolescencia y juventud, en la URSS. El hermano de Dolores cuenta en un libro sobre su vuelta que “me acosaban los recuerdos de mi familia y mi país y no quería pensar en las dificultades que luego pasaría. El recibimiento que tuvimos los repatriados no tuvo nada que ver con aquel de hace 20 años en Leningrado. Solo nos esperaban en Castellón policías y funcionarios. No habían avisado a nuestros familiares de que volvíamos a nuestra patria”. Después de 20 “interminables” horas llegaron a San Sebastián de noche y se alojaron en una pensión, para seguir viaje al día siguiente. Dolores narra cómo “fuimos a un hotel y nos dieron un cuarto para mi hermano y para mí y ninguno de los dos se echó a la cama. ¡La dejamos al día siguiente tal y como nos la dieron! Nos fuimos al tren y un inspector nos pidió la documentación”. Los recelos, las suspicacias y las malas miradas solo acababan de comenzar en su propio país para los que ahora eran llamados “niños rusos”.

Dolores junto a su hermano Domingo y su cuñada, también niña emigrada a Rusia. Fermín Pérez Nievas

“Según íbamos acercándonos a Eibar, el corazón se nos desbocaba”, narra su hermano en el libro Los niños españoles evacuados a la URSS (1937). El recuerdo de Dolores, sí es nítido sobre ese encuentro, “cuando llegamos a Eibar no sabíamos dónde estábamos ni dónde ir. Nos llevaron al Ayuntamiento. Mi hermana estaba trabajando y le avisaron de que habíamos llegado. Vino corriendo y perdió las zapatillas y todo. Mi madre apareció como una loca ¡mis hijos, mis hijos! Qué alegría, menuda fiesta fue para todos”. Txomin cuenta que “aquello fue un paroxismo de lágrimas y risas. Mi madre, por la emoción, cayó redonda al suelo, perdió el conocimiento, aunque no hubo consecuencias”. Los niños que María había dejado en Portugalete aquella noche del 12 de junio de 1937 entre bombas volvían siendo un hombre y una mujer que se comunicaban en ruso. Supieron entonces, a su llegada a Eibar, que su padre había muerto en la guerra, pocos días después de embarcar ellos a Rusia.  

En aquella España de los 60, la emoción, en ocasiones, daba paso a la indignación de algunos de esos niños. La presión policial que sufrió Domingo también la padecieron otros repatriados. A los meses de estar en Eibar la Policía le citó para hacerle preguntas sobre sus 20 años en la URSS. Sus respuestas siempre destacaron que “había sido muy feliz y estaba orgulloso de haber vivido allí”. Le dieron un carnet especial por ser repatriado y le hicieron ir a Madrid para nuevos interrogatorios. En 1962, cuando vivía en San Sebastián, la Policía detuvo de nuevo a Domingo en su casa y se lo llevó a Bilbao con otras 26 personas a las que acusaban de comunistas. Pasaron 9 meses en la cárcel.

Dolores comenzó a trabajar en una fábrica de Eibar en la que hacían pequeñas piezas metálicas para aviones y para bicicletas, Beistegui Hermanos, una empresa que se acabó llamando BH y que se trasladó a Vitoria. Sin embargo, ya casada, siguió el destino de su marido al que trasladaban a Tudela con la empresa SKF. Así llegó a la capital ribera a principios de los años 70 donde “hace mejor tiempo que en Moscú, allí nevaba mucho y aún no sé esquiar –esboza una sonrisa-. Me gusta Tudela. No volvería a Rusia, no”.

A sus 93 años, Dolores sigue leyendo perfectamente el ruso y lo demuestra en cuanto puede, con los libros que se trajo de Moscú en aquel 1957. Atrás queda una vida dura, digna de película, como todas aquellas de niños y niñas que embarcaron en el Habana sin saber a dónde se dirigían y que huían de una guerra para vivir otra. Gracias a Internet, ha podido reconstruir el paso de su padre por el Batallón Cultura y Deporte del Ejército Vasco donde tenía el número 18.347 y cobraba 15 pesetas al día. Su pista se pierde en la segunda quincena de junio de 1937, cuando murió, y tres de sus hijos se marcharon a Rusia. Para ella, encontrar la firma de su padre en los documentos ha sido un regalo.