No hay pancartas, ni portadas de periódico. Y tampoco ningún brindis. Hoy se cumplen 90 años desde la fundación de Alcohólicos Anónimos, que pasa –como predica su esencia– en voz baja, con confianza y sin nombres propios. Sin embargo, pocas efemérides encierran –desde el 10 de junio de 1935tanta vida y tantas segundas oportunidades, como las de Javier –de 73 años– y Martina –de 47–, quienes llevan, respectivamente, 40 años y cinco meses en la asociación para hacer frente al alcoholismo, una enfermedad “del alma”, como ellos dicen. Porque, a través de una llamada, de una primera toma de contacto, comienza a cultivarse la libertad, la redención con uno mismo y la paz.

Para cuando Javier “tocó fondo” –en 1985–, ya había “bebido de todo y un poco más”. En aquel entonces, no tenía más de 33 años y trabajaba en una entidad bancaria que le exigía tomar alcohol exclusivamente los fines de semana, “pero el alcohol te atrapa y te vuelves muy dependiente. Lo necesitas a todas horas”, comenta. De hecho, el hombre recuerda aquellas veces en las que llegaba a su casa pronto, después de haber salido de fiesta. En cuanto se tumbaba en la cama, le daba el mono y –casi sin quererlo– se volvía a vestir, volvía a los bares y continuaba bebiendo. “Era algo compulsivo, no podía pararlo porque era más fuerte que yo”, confiesa. Hasta que llegó el delirium tremens, su mujer tocaba la puerta de casa, pero no le abría. Y, de pronto, se encontró rodeado de su familia sin saber cómo había ocurrido. “Ahí vi que era un alcohólico funcional, que no podía seguir así –ni por mi familia ni por mí– y llamé por teléfono a Alcohólicos Anónimos”, una asociación que, en ese momento, apenas llevaba 19 años instalada en Pamplona, pero que ya cumplía con la misión con la que había surgido: “que se sanaran los alcohólicos y que se mantuvieran sin beber. La media de edad era muy alta. Eran personas mayores con historias de vida muy duras, pero que encontraron aquí una tabla de salvación para solucionar su problema. Era como un oasis”, rememora.

Un “alcoholismo funcional”

Por su parte, aunque Martina ingresó hace cinco años, su relación con Alcohólicos Anónimos comenzó hace diez. Ella reconoce que, cuando era joven, se sentía diferente al resto de sus amigas porque “bebía mucho y muy rápido”, y, además, porque en su casa siempre habían tratado el alcohol con normalidad –le daban champagne cuando era menor de edad–. Pero ella no lo vio como un problema y empezó a consumir a diario, mientras le llegaba la culpa, el sentimiento de insuficiencia y el descontrol. En su primer acercamiento con la asociación, Martina padecía una depresión y se veía “mal, pero no podía sola”. Al principio, funcionó y su problema parecía haberse solucionado. No obstante, le tocó mudarse, dejó de ir con su grupo y se olvidó “de que era alcohólica. Y así siguió durante siete años, hasta que volvió a replantearse su vida porque “no podía más”, porque “la recaída fue mucho peor. La bebida me ha acompañado toda la vida, pero se desencadenó algo en mí que no podía parar. Dejé mi trabajo porque solo quería beber, me levantaba para beber y no sentía nada. Hacía las cosas por hacer, no tenía esperanza”, dice.

Hasta que le pidió ayuda a su familia, ingresó en un centro y regresó a Alcohólicos Anónimos, donde compartió sus experiencias y aprendió a vivir. “He estado 20 años siendo una alcohólica funcional. Cuidaba de mis hijas, iba al trabajo, pero no sabía disfrutar. Creía que solo iba a ser feliz bebiendo, pero no”.

Además, Martina contaba con otro problema: la vergüenza por ser mujer alcohólica. Por eso, bebía mucho a escondidas, los consumos eran muy elevados y mentía y manipulaba mucho. “En cuanto me levantaba de la cama, necesitaba beber para levantar el día porque tenía tanta angustia, resentimiento y culpabilidad que no podía seguir adelante. Y seguía en la ruleta porque piensas que eres una golfa o una viciosa, pero en realidad estás enferma”. Por eso, necesitó de las herramientas de Alcohólicos Anónimos y de su familia para salir de esa espiral sin escapatoria. Como Javier, que solo lo consiguió gracias a que su mujer le animaba –con pocas palabras, pero suficientes– para que siguiera adelante. Y porque su madre también celebraba que ya no bebía en las cenas.

“Por mi familia y por mí”

¿Tú beberías lejía?”, pregunta Javier durante la entrevista. “Pues para nosotros el alcohol es como veneno”, apunta. Y cuando vio que le estaba haciendo daño –y que su familia sufría– lo detuvo “por ellos, pero sobre todo por mí, porque quiero ser feliz y tener una vida provechosa”. De hecho, cuando lo dejó se le apareció una “nube rosa” que le motivó a hacer cosas y a recuperar todas las ilusiones que el alcohol le había arrebatado. Estudió inglés, se sacó el título de embarcación de recreo, practicó natación y viajó mucho.

Y lo mismo ocurrió con Martina, quien pasó de sentirse insuficiente y “no merecedora de las cosas buenas que le sucedían” a ser libre y tener paz interior. “Yo era una esclava del alcohol y dependía de él para sentirme feliz. Pero me he dado cuenta de que no lo necesito. De que ahora agradezco todo lo que me rodea y me estoy reconstruyendo mucho personalmente”. Y eso tiene mucho que ver con Alcohólicos Anónimos, los que le están acompañando, los que durante 40 años han conocido la vida de Javier. Y los que les salvaron la vida para comenzar con una segunda oportunidad.