La calçotada tiene en Cataluña aires de fiesta, lo más parecido a irse aquí de sidrería con los amigos. Las calçotadas se hacen en grupo, y una de las bases es abusar un poco, de la comida y de la bebida. De la comida porque los calçots son un producto relativamente barato (esta campaña, en los mercados catalanes, el manojo de 25 ejemplares se sitúa entre los 4 y los 5 euros), y de la bebida, porque la salsa romescu, prodigiosa y estupenda, con la que se mojan sí o sí, invita siempre a remojarse el gaznate.

No es esta salsa, elaborada a base sobre todo de tomates, ñoras, pimiento asado, frutos secos (avellanas, almendras...) y pan, fácil ni rápida de hacer en casa, que es lo idóneo, pero hay marcas comerciales estupendas que resuelven el problema en un pis pas.

El del calçot es un mundo cambiante. Tradicionalmente la campaña empezaba en enero, mes en el que se celebra la Fiesta del Calçot de Valls, en Tarragona, localidad que pasa por ser el origen de este producto (de hecho, los que son de allá tienen Indicación Geográfica Protegida), pero los tiempos en el campo se han ido adelantando y ya es posible encontrarlos desde principios de diciembre.

Sin embargo, siguen siendo enero, febrero y marzo los meses en los que más se consumen (en abril se despide la temporada; a finales de mes los calçots son ya más gruesos y menos tiernos), así que estamos en época de darnos un buen atracón. Porque cuando te pones con el calçot, comes... muchos.

Estas cebollas son plantas de doble ciclo. Se obtienen las semillas a finales de junio, se plantan en diciembre, el plantel se obtiene en febrero y se trasplanta para conseguir las cebollas, que se dejan secar en el campo hasta que caen sus hojas y raíces, hasta que a mediados de agosto o principios de septiembre se replantan ya con vistas a conseguir los buscados calçots.

A fuego vivo

Entre las muchas peculiaridades gastronómicas de este alimento está que es de los pocos que, en su culinaria tradicional, se hacen a fuego vivo, es decir, sobre la llama, no sobre la brasa. Ahora se pueden ver presentados de maneras más modernas (en tempura, en crema...) pero la fiesta tradicional, y la forma más acertada de prepararlos, es ponerlos a la hoguera hasta que se quedan negros, calcinados por el exterior, antes de envolverlos en manojos en papel de periódico y dejarlos reposar para que con el calor de unos y otros se terminen de hacer, quedando tiernos.

Una vez pelada la parte chamuscada aparece un corazón largo, humeante y sabroso, que se unta en la salsa, se levanta en alto, se estira el cuello... y para adentro. Eso sí, hay dos problemas: uno es que te pones perdido, de ahí que en los restaurantes te den babero (aunque de las manos tiznadas no te libra nada ni nadie), y dos, que son muy flatulentos. Al loro los dos días siguientes de una buena calçotada, porque las ventosidades siempre merodean.

Al contrario del menú de sidrería, que se suele rematar con una carne tan noble como es el chuletón de vacuno mayor, la calçotada se cierra con carnes más humildes: embutidos como la butifarra, que nunca falta, y piezas menores de cerdo, pollo o conejo, habitualmente. Da igual; para cuando aparecen, aprovechando para hacerlas sobre las brasas que han dejado las llamas de quemar cebollas, el comensal suele estar tan lleno que le da casi igual.

Pese a ser originario de Tarragona, el calçot lleva años extendido como la pólvora por toda Cataluña, así que prácticamente en cualquier pueblo de esa comunidad al que se vaya por estas fechas se va a encontrar en algún restaurante. Por eso no es extraño que su difusión sea imparable. Tenía que acabar llegando tarde o temprano, y se puede decir que ya lo ha hecho.

Hoy, viviendo en tierra vasca, quien quiera disfrutar de esta exquisitez cerca de su casa no lo va a tener difícil. Quizá no sea lo mismo, pero si el producto es bueno, y ahí está la clave, la técnica es tan sencilla que resulta prácticamente imposible que algo salga mal. Quien no los haya probado no tiene, pues, excusa para no hacerlo.

Está entre lo mejor de la gastronomía tradicional catalana y es una excelente excusa para juntarse en cuadrilla o en familia. Estamos en tiempo de calçots y después de todas las desgracias vividas, cuyo final ya se otea, pueden ser un excelente motivo para desafiar a las restricciones.