la historia, en minúscula, va camino de ese 10-N que todo lo puede. La teatralización interminable de la oxigenante exhumación del dictador Franco, el maniqueo tacticista sobre el polvorín de Catalunya o la creciente incapacidad para el entendimiento entre diferentes fluyen salpicados por la tinta del mismo calamar, en la búsqueda desesperada de un voto que empieza a bascular con mucha más soltura de la imaginada. En medio de unas previsiones demoscópicas alteradas radicalmente por los efectos colaterales de la sentencia del procès, que ha envalentonado a quienes profesan la ideología de la mano de hierro y la ley, la demagogia se apodera fatídicamente del debate partidista mientras deja pendientes las principales cuestiones perentorias como la economía, las pensiones o la electrizante cuestión territorial. Todo hace indicar que, a partir del resultado electoral, fuera las caretas.

Es difícil de encontrar en el manual del oportunismo político una foto más evocadora que la ofrenda de Pedro Sánchez ante el recuerdo de las Trece Rosas minutos después de que la España democrática se sacara la espina de Franco del Valle de los Caídos. Un mensaje de calado para reconfortar con absoluta intención el alma de tantos demócratas que asistían a la reparación de la ofensa del lenguaraz dirigente de Vox Ortega Smith tras la retransmisión televisiva durante casi cinco horas de una exhumación concluida en diez minutos bajo la previsible exaltación fascista de un reducido grupito de acólitos añorantes de la causa. Demasiados meses después del voluntarista anuncio de una reparación necesaria que ningún otro presidente demócrata se atrevió a hacer, el candidato socialista rentabilizaba, una vez más, otro ataque de osadía. La historia se lo deberá aunque nunca pueda desprenderse del aroma del oportunismo electoral que rezuma tan imprescindible desagravio. Franco se ha colado en la campaña electoral más desgarradora y menos propositiva que se recuerda. Lo ha hecho, tras 44 años enterrado donde no le correspondía, por voluntad propia de toda una clase política sometida a su manual de corto alcance y de recetas guasadependientes.

En realidad, el féretro del general se codea con los rescoldos de la cruel sentencia contra los líderes del soberanismo catalán y el radicalismo humeante de su guerrilla urbana incontrolada. A efectos prácticos, cada extremo ideológico dispone de su propio hueco, pero hasta parecen vasos comunicantes. Sin duda, una parte nostálgica de la unidad indivisible y la contraria partidaria del soberanismo constituyen el mejor estimulante para espolear a una ultraderecha que parecía engañosamente condenada en las próximas urnas al ostracismo de su recortada cuota ideológica. Abascal y Vox están durante estos intensos días en su salsa, dando aire a las dos cometas para apuntalar así un resultado electoral que nadie les auguraba después de conocer el paño que usan. Se han encontrado con el euromillón en las manos.

En cambio, el PSOE camina entre tinieblas cuando hace apenas un mes se creía inmune -Iván Redondo prepara la coraza- hacia la victoria que parecía incontestable. A quince días de las votaciones, el socialismo lleva en su mano izquierda el trofeo de Franco acompañado del lógico soniquete del oportunismo electoral que entraña la fecha escogida, mientras en la derecha siente la lacerante responsabilidad que entraña la duda razonable de qué hacer con el polvorín catalán. Sánchez siente el agobio de una presión que bascula entre la creciente recuperación de la derecha por el efecto devastador que supone en muchas casas españolas la involución vandálica en Barcelona y la duda existencial que asalta a cualquier gobernante sobre el rumbo a seguir ante el reto planteado. De momento, va perdiendo y lo sabe porque es ahora cuando empieza a pagar su demagógica política sobre el órdago independentista. Aquel dirigente que abogó por la nación de naciones, que alentó también el diálogo incluso con la declaración de Pedralbes que ahora quiere rescatar ERC como punto de encuentro, o que se embarulló con el relator, siente paradójicamente la tentación de irse al otro lado, al de la mano dura, ante la imperiosa necesidad del voto. En semejante escenario de arenas movedizas, las palabras suenan demasiado huecas, incluso las declaraciones voluntaristas como la más reciente de Barcelona por la autodeterminación sin otro eco que alentar a una parroquia acorralada por sus dudas.