Hace unos años, hablar de conducción autónoma era casi como mencionar coches voladores: un sueño de ciencia ficción. Hoy, sin embargo, la tecnología ya no es el problema. Lo que está deteniendo su implantación masiva no son los sensores ni los algoritmos, sino algo mucho más humano: el miedo, la legislación y, cómo no, los intereses económicos.
Ya circulan vehículos autónomos en varias ciudades del mundo (Phoenix, San Francisco Bay Area, Los Angeles y Austin). Funcionan, y lo hacen bien. Cometen menos errores que los humanos, no se distraen con el móvil ni se saltan un semáforo por prisas. Pero seguimos dudando. Nos cuesta imaginar que un coche sin conductor sea más seguro que nosotros mismos, a pesar de que las estadísticas ya lo dicen alto y claro. Y en esto, la percepción pesa más que la evidencia.
Hay quien cree que esto va solo de coches sin volante, pero la conducción autónoma es mucho más. Significa redefinir cómo nos movemos, eliminar accidentes causados por errores humanos, reducir atascos con sistemas que se coordinan entre sí, y liberar tiempo durante los desplazamientos. Tiempo que podríamos dedicar a leer, trabajar o simplemente descansar.
Un cambio más allá de 'quitar' al conductor
La conducción autónoma no es solo quitar al conductor. Supone un cambio profundo: movilidad más eficiente, menos atascos, reducción de emisiones, ahorro de tiempo. Es también una oportunidad para repensar las ciudades, con menos coches aparcados, menos estrés al volante y más espacio para las personas.
También implica un enorme reto legal: ¿a quién culpas si hay un accidente? ¿Al fabricante, al software, al usuario? ¿Y cómo se legisla un coche que aprende y mejora con el tiempo? Muchos países siguen sin una normativa clara, y mientras tanto, las pruebas reales avanzan con sigilo.
Y luego está el modelo de negocio. ¿Qué pasa con los seguros, las autoescuelas o los taxistas? ¿Y si las ciudades pierden ingresos por multas porque los coches ya no se equivocan? La revolución no es tecnológica, es sistémica. No estamos discutiendo si se puede, sino si queremos que ocurra. Y mientras dudamos, otros países aceleran.
La conducción autónoma está lista. Lo que no está listo, quizás, somos nosotros. Pero cuanto más tardemos en aceptarlo, más nos costará adaptarnos a un futuro que, nos guste o no, llegará. Y probablemente sin tocar el volante.