ola personas, ¿qué tal va la vida?, la mía de bien en mejor. Esta semana he paseado por un lugar harto céntrico y netamente pamplonés. Un lugar en el que, poco o mucho, todos hemos estado, todos hemos pasado más de un rato entre sus cuatro paredes. Y no solo nuestra generación, sino que ya lo hicieron varias precedentes y supongo que lo harán muchas siguientes. Es centro de cultura, de aprendizaje, de vida social y de diversión. Tuvo un predecesor muy cerca y el año 1932 lo trasladaron a su actual enclave. Es de propiedad municipal, lo que lo convierte en propiedad de todos y por eso todos lo disfrutamos. Forma parte de nuestra vida desde muy jóvenes y hasta bien avanzados nuestros calendarios. Como ya sabréis me estoy refiriendo al Teatro Gayarre. ¿Alguien me niega alguno de los puntos precedentes?, no creo.
Esta semana no solo volví al Gayarre, sino que volví a pisar su escenario. Fue el miércoles. Os cuento.
Como ya dije hace unas semanas en esta misma sección, en mis años mozos pertenecí al Lebrel Blanco, ese grupo de teatro pamplonés que alcanzó en el arte de Talía (toma ya) cotas que nadie jamás de los jamases había alcanzado en Pamplona y que se siguen sin superar. Iniciativa y obra de Valentín Redín y cuatro amigos, llegó a aglutinar en su elenco un buen número de actores aficionados, algunos con muy buenas dotes, otros con menos, pero todos muy volcados en la causa común. El grupo llegó a poner en escena 39 obras, siendo alguna de ellas estreno mundial, como Carlismo y música celestial, La puñeta, Ceremonia ortopédica o Navarra sola o con leche. E incluso llegó a tener su propio teatro, bien digno, por cierto, en la calle Amaya 11.
Así mismo en aquel ERP de hace unas semanas anuncié que el día 6 de abril en el Teatro tendría lugar una función conmemorativa de los 50 años de la fundación de nuestra querida compañía, y ahí estuvimos unos cuantos lebreleros y lebreleras colaborando y dando forma a un montaje titulado En Pamplona nunca hay nada, escrito y dirigido por Ignacio Aranguren, nuestro Lebrel más ilustre, premio Príncipe de Viana de la cultura, en el que recorrimos, acompañados por la coral Oberena y por el grupo de teatro La Chácena -desde aquí les propongo que se cambien el nombre y utilicen el de Nuevo Lebrel Blanco-, los años, las obras, las anécdotas, los miedos, las inquietudes, las esperas, los triunfos y todos los buenos momentos que vivimos en los tiempos en que tan digna labor y tan digna afición nos unían.
Yo solo estuve 4 años, pero muchos de ellos estuvieron 18 añazos trabajando y sudando la camiseta por amor al arte, y nunca mejor dicho.
Cuando se representó por última vez El Retablo del flautista y Blancanieves, en las que yo participé, allá por el año 1975, pensé que jamás volvería a pisar las tablas de aquel escenario y me equivoqué. El miércoles volví a vivir el gusanillo de escuchar los tres timbrazos que anuncian el comienzo de la función y el apagón de luces que precede a la subida del telón de boca que abre ante uno un patio de butacas y unos palcos preñados de gente expectante que, durante las dos horas que dure el cotarro, van a estar pendientes de lo que les quieras mostrar. Y así fue el otro día, porque Pamplona, como siempre, respondió a la llamada del Lebrel y el llenazo fue total, incluido el gallinero. La función se desarrolló con gracia y ritmo, saltó esa chispa de comunicación entre público y escena y pasamos un buen rato montados en la máquina del tiempo que a todos nos devolvió a los tiempos en que teníamos más futuro que pasado. Fuimos ovacionados con calor. Eso se nota.
Tocando el asunto desde el punto personal he de decir que muchas y distintas circunstancias me unen al Gayarre. La primera vez que entré en él no la recuerdo porque sería a ver alguna película de Walt Disney o de Marisol en mi más tierna infancia, pero si recuerdo la primera vez que ocupé una de sus rojas butacas para ver una obra de teatro, sería el año 72 o 73 y mis padres nos llevaron a mi hermana y a mí a ver una de Paco Martínez Soria, se titulaba La educación de los padres. Era la primera vez que yo veía una comedia fuera del colegio y vi la diferencia y me picó el gusanillo. A ésta años después le siguieron muchas. Ya de zangolotino tomé consejo de unos compañeros del Lebrel y fui a hablar con Rafael Zalacaín que era el jefe de tramoyistas del Gayarre, toda la familia estaba por allá, su señora Dolores era la sastra, encargada del vestuario de los artistas, y su hijo también trabajaba en la tramoya, lo estoy viendo, siempre de arriba para abajo por aquellos vericuetos con un cinturón lleno de herramientas, con su gran martillo y su gran tenaza para clavar y desclavar remas que soportaban foros y forillos, subiendo y bajando telones, aquí un salón, allá un bosque, luego un castillo. Pura magia. Mi trato con don Rafael era que yo ayudaba a cargar y descargar los camiones de las compañías y echaba una mano entre bastidores a cambio de ver las obras por la patilla. De ese modo no me perdía una, y todas varias veces. Lo veía todo, lo mismo Divinas Palabras, con la compañía de Nuria Espert que la Ramona, por la compañía de revistas de Fernando Esteso. Me encantaba estar metido en el ajo, ver de cerca a algunos de mis ídolos, ver pasar a mi vera legiones de bellas señoritas vestidas con un sello de correos, llenas de brilli-brilli y plumas en salva sea la parte, vi broncas memorables del jefe de la compañía a secundarios por un despiste o una morcilla, viví el teatro por dentro en una Pamplona en la que... "nunca hay nada", y aquello era algo digno de un privilegiado.
Años después volví a vivir cosas entre las paredes de nuestro primer paraninfo, no fueron teatrales, sino que en esta ocasión se encontraban dentro del mundo de los trapos ya que, cámara en ristre, fui el encargado de inmortalizar por dentro y por fuera todos los desfiles de moda que en los 80 organizaban los chicos y chicas de Dinamoda con Ángel Patús a la cabeza. Y volví a recorrer sus rincones, su escenario, sus plateas, camerinos, escaleras, sótanos y demás dependencias teatrales que guardan la magia de tantos y tan variados personajes que durante tantos años les han dado vida. El miércoles también recorrí el viejo caserón de arriba abajo y entré en los elegantes salones y en el recibidor de los palcos con sus preciosos muebles ArtDecó y estuve en el gallinero que nos albergó en tantas y tantas sesiones de cine a 15 pesetas y en el que tanto y tanto hicimos el gamberro. Y volví a recordar y volví a vivir.
Larga vida al Gayarre.
Besos pa tos.
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