Hay prendas en escaparates que saben cantar como sirenas del Pacífico. También en perfiles de Instagram. Y en los anuncios emergentes que cubren los artículos que intentamos leer en la pantalla del móvil, crisis en el suministro de gas, inflación récord, vaqueros a 29,90 euros. Que tire la primera piedra quien no haya sucumbido nunca. Yo, a temporadas, podría haber muerto lapidada. Virar el rumbo del trasatlántico del capitalismo desbocado hacia puertos medianamente éticos no es fácil. Es una contradicción. Como las nuestras. ¿Qué hay detrás de una compra? Capricho, aburrimiento, huida, llenado de vacíos, necesidad de premiarse por un logro, de compensar un revés. Necesidad. ¿Qué hay detrás de una prenda? Una materia prima de origen animal, lana, cuero, seda, que puede implicar condiciones nefastas en la cría de esa especie y para el terreno donde se alimenta. Una fibra industrial, con sus químicos empleados para color, tacto y aspecto vertidos a ríos que riegan cultivos que después nos alimentan. Unas jornadas de trabajo de 12 y 16 horas sin ventilación, ni edad, sin pausa para comer, con tintes tóxicos, sin cobro de horas extras, ni derechos, con sueldos de miseria pura. Una fibra vegetal. Algodón. En un vaquero hay 8.000 litros de agua. Hacer crecer la planta y el proceso posterior emplean todo eso. Es el ejemplo clásico. La prenda que más utilizamos en todo el planeta. La que más contamina. “La Sustainable Apparel Coalition calcula que con un uso de 10 años hemos neutralizado el impacto ecológico de una prenda”. La cita y la dosis de conciencia las he encontrado en un libro de Marta D. Riezu que se lee en dos horas, La moda justa. Conecta con la filosofía de nuestras madres. Comprar menos y mejor, prendas de calidad y bien hechas, lo que necesitemos, nos siente y nos haga sentir bien. Saber que lo bueno nunca es barato. Que lo barato es caro. En todos los sentidos. Tratar de comprar lo justo y lo que es justo.