Mi compañero tiene 86 años, aunque de eso me enteraré después. Lleva ahí desde el miércoles y va mejorando. Yo llego la noche del viernes al sábado, a la 1 de la madrugada, tras unas horas primero de dolor insoportable y luego de pruebas, esperas y cierta tensión. Al final, la cosa no parece tan grave como suena y la causa parece clara y tampoco tiene por qué acarrear más complicación que una operación quirúrgica en un tiempo. Pero da miedo oír pancreatitis, la verdad, tanto como da alivio que te digan que casi seguro es por la vesícula. El caso es que es noche ya cerrada en el pabellón D y en Digestivo, en el otro pasillo donde hiciste noches con tu madre en verano de 2012, y tu rival, que lleva contigo todo el día, puede irse a buscar al enano y descansar ya que te manejas bastante bien gracias a los analgésicos, benditos sean. Para cuando llegas a la habitación te han visto tres médicos, varias enfermeras, gente de la DYA, celadores, auxiliares y ninguna de esas casi 20 personas ha mostrado un solo síntoma de disgusto por estar hasta arriba de trabajo en Urgencias o planta, sino que te han tratado como si fueses el primero que llega, con cariño y precisión. Cuando el sábado por la mañana amaneces baldado por una primera noche aún bastante mala, tu compañero de habitación te pregunta qué tal estás y te acuerdas que hace unas horas le has perdido perdón por llegar a la habitación de madrugada y te ha respondido que tranquilo. Un señor, F. Te vas el domingo al mediodía, todavía con alguna prueba que hacer y un evidente sentimiento de que de repente estás bien y en nada eres un pelele en manos de que un médico con un ecógrafo te diga A o B. Y con el dogma que ya conoces de otras veces, pero que ahora vives de primera mano, de que la sanidad pública es un valor de tal calibre que no admite discusión. F, espero que esta semana vayas para casa. Gracias por tu compañía.