Conforme avanzan los años y más tiempo vamos pasando en esta sociedad sobreinformada y en la que herramientas y medios de comunicación y entretenimientos de toda clase más han ido irrumpiendo en nuestras vidas hasta ofrecernos cientos de cuestiones locales, nacionales y mundiales cada día más convencido estoy de que todo este torrente de hechos, opiniones y mucha banalidad lo que hace es convertirnos en meros espectadores paralizados, simples consumidores de palomitas de letras y de sonidos que apenas interactuamos ya con ellas y que somos capaces y muy capaces de ir tragando con absolutas aberraciones que, quiero creer, hace unos años nos hubiesen espantado aún más.

Los israelís han entrado en Rafah, por ejemplo, y eso, lejos de llevarnos al horror salvo a unos pocos –bravo por Yala Nafarroa y por quienes se están moviendo en Navarra y en otros lugares–, sirve para que mostremos una leve mueca de lástima y poco más. La sensación de que la vida sigue avanzando a pesar de que la inmensa mayoría veamos las atrocidades que se cometen y que el verdadero poder no está en el pueblo sino en cuatro manos y que además si estuviera en el pueblo vete a saber si cambiaría mucho la cosa es cada vez mayor. Las redes sociales son el vivo ejemplo de esto. En X, sin ir más lejos, en 15 segundos puedes leer seguidas valoraciones sobre la Champions, el cartel de San Fermín, ver un vídeo demoledor de una niña palestina y pasar a un anuncio de publicidad. Todo es servido con igual tipografía, similar espacio y similar respuesta, incluso con la opción de silenciar palabras para que no se te atragante el desayuno. Ojos que no ven.

Pareciera como si estuviésemos más expuestos al mundo que nunca y más cerca de todo que nunca y en realidad creo que a la mayor parte de nosotros casi casi nos está ocurriendo lo contrario, que la saturación nos está haciendo de anestesia. Y no decimos que no.