La política se ha vuelto un picor y la antipolítica un sarpullido. Hace tiempo con no hablar de Otegi, Puigdemont o Rufián en una sobremesa te podías ahorrar un disgusto. Ahora tampoco conviene mentar a Sánchez, Gaza, Trump, Harris, Mazón o tantos y tantos asuntos a los que les han crecido las espinas, donde no abundan las posibilidades de trenzar un diálogo que no termine en discusión. Mejor no pisar terrenos minados, evitar asperezas y que nadie se sienta importunado. Mejor no abrir la boca ni intentar explicarse ante quien le interesa poco o nada lo que digas. Es triste tanta evitación, indicio de disfunciones serias, pero con la edad nos volvemos elusivos, más prácticos o perezosos. Preferimos ahorrar energía y alejarnos de emboscadas marrulleras y de artilleros que disparan a dar cuando más les conviene. Hay polvorines verborreicos que los carga el diablo y silencios exorcizantes, pero también una carencia de talante democrático que espanta. Aquí falta diálogo porque falta actitud, porque el conteo de puentes rotos es bastante mayor que el que queremos reconocer, porque las grimas están muy repartidas y las entrañas se nos remueven distinto. Después acusamos a los políticos de los mismos vicios.

Hace 18 años, en 2006, escribí sobre la existencia de una ideología reacia a la igualdad de oportunidades e incómoda con el mestizaje; proclive al uso de la fuerza, con un acusado clasismo e indiferencia social, que prefería segregar a integrar, y que tenía apego a la mano dura. Gobernaba entonces Zapatero con el mal perder de la derecha, como ahora preside Sánchez. Los bebés que gateaban entonces se incorporan estos meses al censo electoral en pleno auge de un brutalismo ideológico, donde se vuelve a enarbolar la mano dura con tintes de capitalismo libertario.

El mal perder como patrón: Hace 18 años, en 2006, la derecha intentaba cercar a Zapatero. Aquel clima, intensificado, lo sufre ahora Sánchez

A este frentismo de ínfulas libérrimas se añaden las faltas de congruencia de quienes se erigen en dique o alternativa. En las elecciones en Estados Unidos, por ejemplo, la brutalidad no la encarnaba en exclusiva un espécimen como Donald Trump. Kamala Harris ha sido vicepresidenta de un Gobierno que ha sustentado un matadero en Gaza. Eso no es una simple mancha en el expediente. El triunfo de Trump elevará la ola ultra y reaccionaria. Su energía eólica llegará también a España, a la costa incluso de quienes tasan a Sumar y Vox como espacios opuestos pero equivalentes, para así justificar que Feijóo gobierne un día con Abascal tal y como Sánchez lo hace con Díaz.

En este contexto, Pablo Iglesias saca una lección para la izquierda de las elecciones en EEUU, y asegura que el ‘salvemos a Sánchez para que no gobierne el PP con Vox’ es “regalarle el tablero de juego a la ultraderecha”. Iglesias dice que “toca radicalizarse, no buscar un centro que no existe”. No es cuestión de mecerse en el conformismo ni de ‘salvar’ a Sánchez, pero tampoco de sacarlo de la ecuación, porque entonces se hundirán las matemáticas, como sabe perfectamente el exlíder de Podemos. Díaz erró ninguneando a las moradas y Belarra se equivocaría si plantea un órdago al PSOE y a Sumar, que lo sería también a EH Bildu o Esquerra. Un pase raso para la victoria de las derechas. Bienvenida sea la ambición progresista, pero calibrada con georadares certeros. De lo contrario, si se vuelven muy falibles el repliegue beneficiará a la derecha extrema.

En noviembre de 2019 Vox obtuvo 52 escaños, y PSOE y Unidas Podemos pactaron. Ahora Vox tiene 33, que con los del PP suman 170. No parece el momento más oportuno de ajustar cuentas con los socialistas ni de confundir tenacidad con torpeza. Iglesias ha alternado aciertos y errores en sus diez años en la escena pública. Debería evitar ahora cualquier tentación de oportunismo yermo. Tratar de regresar a 2014 es una estrategia baldía, de tierra quemada.