Cuando llegó fiero aquel presidente de un país extranjero, al otro lado del océano, se arrojó al ruedo lleno de las razones que le dieron algunos compañeros hispánicos, denunciando a la mujer del césar. Al poco salieron noticias protestando y la Guardia Civil declaraba que los indicios de ese presunto tráfico de influencias no eran válidas pruebas... Mientras, el gallinero político se alteraba, picoteándose unos a otros, como suele suceder sobre todo en el corral parlamentario, lleno de orgullosos gallos, hembras, hermafroditas o machos, antes de las elecciones.

Las investigaciones siguen, pero parece que esa gran tormenta por el momento amaina. Sin embargo, el fondo continúa. Algunos suelen recoger el viejo lema de que la mujer del césar no solo ha de ser honrada, sino parecerlo. Eso puede ser correcto en cuanto a los responsables de los pueblos, pues deberían ser modelos de conducta o, al menos, no escandalizar por indecencias si quieren ser respetados.

Sin embargo, la suciedad de los gallineros políticos es proverbial, y si bien ahora no vemos altos vuelos, pues no parece que haya águilas entre ellos, sí observamos que hay mucho, mucho excremento que salpica a unos u otros en sus movimientos. Por eso, el presidente de Argentina, rudo, se lanzó en modo bruto a calumniar a la señora de quien gobierna España. Si no hay una sentencia, condenar antes de juzgar parece grave indecencia. ¿Será o no será? La inmensa mayoría no los sabemos, pero no se debe condenar. La política, desde inmemoriales tiempos, vive entre mentiras y calumnias que se arrojan sobre los contrincantes, como sucias piedras. Mientras no se demuestre, hay que presumir la inocencia de cualquiera, porque si no, el mundo sería un caos de condenas precipitadas, un infierno que sin motivos se desencadena con anticipadas, injustas penas.

Ahora bien, cuando se escucha en las radios del extranjero que un país entero, por un ataque a la primera dama presidencial, está dispuesto a cortar relaciones diplomáticas, a que todo tiemble por un exabrupto, uno piensa en los antiguos tiempos en que un rey, por sentirse insultado, tal vez por medio de un familiar acosado por las potencias extranjeras, emprendía una guerra y se creía justificado para enviar a cientos o miles de personas a la muerte, la destrucción o la miseria. Que proteste Sánchez por las ofensas a su mujer es natural, pero que ponga en riesgo las relaciones entre dos países de millones de personas, el comercio y trabajo de tantísimas jornadas de esfuerzo, no es proporcional al enredo. El orgullo personal no ha de coincidir con el de las naciones. Aunque tuviera razón, ha de prevalecer el interés de la comunidad, pues el poder lo recibe de ese conjunto, que temporalmente lo cede para el bien común, aunque parezca raro que nuestros gobernantes entiendan esto.