Araceli, cuya madre parió doce hijos y sufrió diez abortos, quien ha visto morir a sus abuelos, padres, marido y nueve hermanos, quien solo pudo estudiar la educación primaria, se casó a los veinte y en la posguerra se mudó a Tánger con un bebé de meses; a Araceli, quien ha vivido 96 años y padecido dos dictaduras, amén de un férreo ambiente católico, muchos paisanos le han afeado que, al recibir la vacuna, para lo cual se ofreció voluntaria, se le ocurriera santiguarse antes del pinchazo y soltar después con satisfacción un tímido "gracias a Dios". ¡Gracias a la ciencia!, la han corregido con urgente altivez, como si la dignísima señora hubiera negado con su gesto la existencia de investigadores y laboratorios o, peor, como si sus palabras portaran un proselitista mensaje religioso.

Elevado todo acto humano a símbolo, se ha llegado al absurdo de ideologizar hasta el modo natural, sea por costumbre o convicción, en que una viuda casi centenaria expresa sus profundos sentimientos, el miedo y el alivio. Al parecer, debía haber ensayado un discurso digno de Ateneo libertario en vez de incurrir en esa rancia espontaneidad, la de obrar en tan histórico trance como seguramente lo haría al viajar en transporte público desde su pueblo natal, Guadix, a la capital granadina: santiguándose cuando el chófer arrancara, y agradeciendo a Dios haber alcanzado sin percance el destino. Que sí, que ya sabemos que el autobús no sale en la Biblia y que el motor de combustión interna no es un milagro divino, pero eso también lo sabe Araceli, y todas las Aracelis. Nos doblan en edad, no en idiotez.