No es el suyo un estado anímico afectado por la melancolía otoñal, esa influencia perniciosa provocada por la falta de luz o por un exagerado análisis de esa metáfora vital que es la caída de las hojas. La nostalgia de esta gente, que hacia finales de noviembre conoce un pico de mortificación desde hace 43 años, tiene un marcado componente de añoranza, acompañado luego de un antiguo arrebato bélico, de impulso de salir a la calle agitando al viento viejas banderas con ánimo provocador y con indisimuladas ganas de pelea. Reivindicando aquel mensaje de la Navidad de 1969 en el que se les garantizó que todo quedaría “atado y bien atado”, esperan la llegada de un nuevo caudillo, cuando no la resurrección del anterior.

Esos nostálgicos, los del franquismo, viven anclados en la evocación del pasado y venerando una figura a la que la propaganda del régimen mitificó hasta presentarlo como “un hombre entero, de vida rectilínea soldada a una razón de ser, que siempre acaba teniendo razón; un hombre sinceramente humano que nunca ha jugado a ser un semidiós; que no conoce la palabra cansancio y que es, como pedía José Antonio (Primo de Rivera) para el dirigente, ‘inasequible al desaliento”, según el guión de Sánchez Silva y Sáenz de Heredia para la película Franco... ese hombre. Una hagiografía al dictador.

No hay que descartar que este tipo de nostalgia sea contagiosa, como defendían algunos médicos en el siglo XIX. Basta con observar las reacciones en algunos partidos políticos cada vez que se someten a debate asuntos que tienen que ver con el franquismo o la memoria histórica de quienes fueron asesinados o represaliados. La última, ayer en el Senado, cuando UPN, PP y Ciudadanos se abstuvieron en una moción presentada por el PSOE que condena el franquismo y los actos de exaltación y pedía el aval para exhumar del Valle de los Caídos los restos del dictador. Sí, la nostalgia es contagiosa y en el caso de algunos nostálgicos, peligrosa.