l Renacimiento puso al hombre en el centro del universo tras la Edad Media. Aquello fue un cambio sustancial que tuvo su continuación en la Ilustración como uno de los ejes alrededor del cual se dieron grandes avances hasta la gestación del Estado moderno. La Modernidad se concibió en términos antropocéntricos situando al ser humano en abstracto, ay, como medida y centro de todas las cosas. Y la Ilustración radicaliza esta concepción humanista tan original de Italia.

El Hombre de Vitruvio que dibujó Leonardo da Vinci a partir de las indicaciones que dejó el arquitecto romano Vitruvio (s. I aC) es el icono gráfico del ser humano ideal concebido desde el equilibrio geométrico perfecto del hombre con vocación de modelo universal. Y digo bien del hombre, porque el modelo de humanidad que representa excluía a las mujeres. El hombre renacentista encerrado en su círculo, autosuficiente porque se veía el centro del Universo. No es nueva esta aspiración que ya plasmaron los griegos en sus figuras míticas de Prometeo y Sísifo. "Todo hombre desearía ser dios", recordaba Sartre, algo que también se recoge en la Biblia en el relato didáctico -no histórico- de Adán y Eva.

El problema es que este modelo define a un ser humano tan perfecto como inexistente, ya que no acaba de identificarse con ningún ser humano real y concreto, teniendo más importancia la teoría que las personas de carne y hueso. Buena parte del pensamiento occidental se construyó desde una abstracción idealista humana (Kant, Hegel) que se ha quedado a medio camino en cuanto aparece el sufrimiento y la vulnerabilidad de personas concretas. Lo vemos en la emblemática divisa francesa Libertad, Igualdad, Fraternidad, que son principios universales cuyos resultados no son los esperados, sobre todo los de la fraternidad, quizá porque ésta no se ha nutrido de aquellas. Otro ejemplo es el materialismo neoliberal que se escuda en sus prácticas beneficiosas para un sujeto estándar planetario mientras utiliza a los individuos concretos con argumentos de venta que manipulan la felicidad y el éxito. La perversión de cualquier totalitarismo es que anteponen la salvación del colectivo a las personas que lo componen: todo por la causa a pesar de las personas concretas.

La autosuficiencia del Hombre de Vitruvio actual está llena de derechos y deberes legalizados que han logrado grandes avances que no acaban de llegar a la mayoría de la humanidad. Sabemos cuáles son las urgentes necesidades básicas, pero nuestra estructura normativa (Declaración Universal de Derechos Humanos) no se transforma en acciones cuando buena parte de esa humanidad herida que pasa dificultades muere por carencias básicas. O, dicho de otra manera, la ética existe como tal solamente cuando el sufrimiento del otro exige mi respuesta.

Hoy tenemos mucha mayor conciencia y consenso sobre la dignidad humana y los derechos que debe tener cualquier persona. Y, sin embargo, la irresponsabilidad insolidaria e indiferente capea como si estuviese legalizada. Quizá sería el momento, ante los estragos mundiales de esta pandemia, de probar la sustitución de la autosuficiencia solipsista por la interdependencia solidaria que reclama nuestra vulnerabilidad. Somos el centro del universo conocido, pero eso no avala que la insolidaridad sea inteligente. Lo vemos en esta pandemia: si se curan solo algunos, no acabaremos con ella. Sentirme autosuficiente es un desvalor cuyas consecuencias se visualizan en las insensateces de nuestra arrogancia como especie que no reconoce nuestras limitaciones. La vulnerabilidad, de la que nadie está libre, pone a la soberbia en su sitio, una y otra vez, mostrando que el crecimiento humano ocurre de verdad cuando somos solidarios e impulsamos el desarrollo pensando en todos, sobre todo en los que más carencias sufren.

No podemos dar por buenas o inevitables prácticas claramente lesivas para el ecosistema y la convivencia que los nuevos Vitruvios van asentando desde la obsesión por la eficacia a corto plazo y soportando sin pestañear la creciente sociedad del descarte. Recuerdo cuando compartí en estas mismas páginas las reflexiones del historiador Carlo Mª Cipolla en el sentido de que lo contrario de la estupidez es tomar decisiones para beneficiarse a uno mismo beneficiando a los demás. Parece lo más inteligente aun cuando muchos estúpidos parezcan ser lo contrario a corto plazo.