Mi aita, Galo, nació en Castejón y vivió en Pamplona antes de marchar joven a navegar y acabar asentándose en Santurtzi, donde conoció a mi ama Dolores y donde yo nací. Falleció en Las Arenas hace un año. Siempre en los labios su origen navarro y su pueblo, decidí llevar sus cenizas a Castejón, su heartland, que llaman los americanos. Su padre y abuelo mío, Patrocinio, fue por cierto pastor en América antes de regresar a la localidad ribera y morir tras la guerra, salido del fuerte San Cristóbal, como poco después moriría su mujer Pilar, dejando a mi padre y a sus hermanos huérfanos y ciudadanos del mundo.

Este caluroso julio, contra viento y fuego, cumpliendo una firme promesa, nos dirigimos la familia desde Getxo a Castejón, escuchando en el coche sus canciones sanfermineras y recordando mis hijos con cariño los recurrentes dichos y sucedidos de su aitatxi. Tras rezar un padrenuestro en el cementerio local, nos acercamos al pueblo a comer algo y comentamos un hecho histórico que él solía rememorar: fue en la estación de Castejón donde se exhibió la primera ikurriña, la bandera que luego sería la de todos los vascos. Había que acercarse al lugar de tan magno acontecimiento, donde nunca habíamos estado.

Precisamente el pasado 3 de junio, en una comida de Betiko Lagunak celebrada en el Euskalduna de Bilbao, tuvimos ocasión de escuchar a los postres unas palabras de Arantzazu Amezaga de Irujo referidas a aquel singular episodio, conocedora como ninguna de todos sus detalles y alcance. Desde aquí quiero agradecerle su inmensa labor divulgadora de nuestra historia, en el nuevo y en el viejo mundo.

Y es que el 18 de febrero de 1894 tuvo lugar en Castejón el recibimiento multitudinario a los comisionados navarros que personificaron la Gamazada: la oposición de los representantes de Navarra al intento del ministro Germán Gamazo de liquidar el sistema fiscal residuo del régimen foral. Esa amenaza movilizó no sólo a los navarros, sino a todos los vascongados, y se produjeron numerosas manifestaciones que acabaron provocando la celebración de una reunión en Madrid en la que los delegados políticos del viejo reino se opondrían al desafuero. Con motivo de su regreso a casa se organizó en Castejón, estación de llegada, una concentración de cerca de 10.000 personas, procedentes de toda la gran Euskal Herria, que aclamaron a quienes se habían plantado ante el Gobierno de Sagasta, obligado al final a abandonar su proyecto.

Y a Castejón, tras desplazarse penosamente desde Bilbao (sin la comodidad de la autopista que nosotros disfrutamos), acudieron los hermanos Arana Goiri, Luis y Sabino, acompañados de Daniel de Irujo y Estanislao Aranzadi, entre otras personalidades navarras residentes en Bizkaia. Y fue en la casa de Aranzadi donde prepararon el que sería primer antecedente de la ikurriña: una enseña con fondo blanco y aspa roja de San Andrés superpuesta, con la proclama en el reverso, en euskera, de Dios y Ley Vieja. Bizkaya abraza a Nabarra. Esa bandera fue acompañada en el acto de Castejón de escarapelas personales con los colores rojo, blanco y verde, que iban a constituir el emblema vasco definitivo creado por Sabino Arana.

Pues bien, hoy, en 2022, en la estación de tren llamada de Castejón de Ebro, no hemos encontrado referencia alguna a aquel gran momento histórico. No ya de la presencia sabiniana, sino del propio y relevante acto del multitudinario recibimiento, con un significado tan marcado de defensa de los fueros y tradiciones de Navarra. Y ello a pesar de que el Ayuntamiento de Castejón, en su página web, señala que con tal ocasión hubo en el pueblo “grandes celebraciones: misa, discursos, música y bailes para festejar su éxito y el mantenimiento de la tradición foral”.

Ni el Gobierno español, que gestiona la infraestructura ferroviaria, ni el Gobierno de Navarra, ni su Parlamento, ni el mismo Ayuntamiento han entendido oportuno siquiera dedicar una mera placa a recordar el acontecimiento. Nunca es tarde. Como nunca es tarde para que aquellos que se arrogan la navarridad, con la luz corta y sólo enfocada a la meseta, reconozcan que los vasquistas ya estaban allí, que nuestros ascendientes ya estaban allí, antes incluso de que pudieran ellos entenderse depositarios de no se sabe qué esencias, que no suman, que excluyen, que sólo buscan separar a los territorios fraternos, aquéllos que se unieron solidariamente hace 128 años en defensa de sus instituciones.

Reza una pintada a la entrada del cementerio donde descansa mi aita, castejonés, navarro y vasco: “el día que el pueblo tomó la palabra, el sistema se estremeció”. Castejón, en 1894 y hoy, sigue siendo y será para mí, para siempre, un lugar de paz, de encuentro y de determinación.