En abril de 2024, cuando el Gobierno de Navarra reconoció a las 12 primeras víctimas de violencia ultra, su caso pasó casi desapercibido.
Fueron otros –por haber sacudido a la opinión pública en el momento de los hechos, sobre todo– los nombres que acapararon los titulares: Mikel Zabalza, Mikel Arregi, los heridos durante los Sanfermines del 78...
Pero lo cierto es que el caso de Juan Luis Albizu Urroz (Mendigorría, 15 de enero de 1962) fue el primero de todos. Su expediente, el 01/2023, llegó a la comisión de expertos el 19 de enero de 2023, antes que ningún otro. Así que se puede decir que Juan Luis Albizu es la primera víctima de violencia policial reconocida en Navarra.
Sin embargo, apenas nada se sabe de su historia. Su nombre fue uno de los que citó la vicepresidenta segunda, Ana Ollo, titular de Memoria, durante el acto de reparación que el Ejecutivo celebró el 30 de mayo del año pasado en Baluarte. Pero más allá de eso, nada: ni cara, ni ojos, ni testimonio. Una especie de misterio, un nombre más en la lista más cruel que existe en Navarra desde que llegó la democracia.
Ahora lo cuenta él mismo en este periódico, donde revela que lo que él sufrió fue un secuestro, un rapto de tres noches a manos de unos captores anónimos que le drogaron, le encerraron en zulos, le vejaron, le sometieron a torturas y sesiones de apaleamiento y le dejaron tirado en una ciudad desconocida.
Solo mucho después, tras semanas de cavilaciones y verdades a medias –entre ellas las de Francisco Javier Ansuátegui, entonces gobernador civil de Navarra–, dedujo que sus captores habían sido policías o guardias civiles, algún tipo de funcionarios del Estado o mercenarios a sueldo, quién sabe.
Nunca nadie se lo dijo claramente ni durante el secuestro ni después, ni por supuesto nadie le pidió perdón. Así que con apenas 20 años y tras una experiencia tan traumática, Juan Luis decidió meter todas esas piezas de puzzle que no le encajaban nada –¿por qué a mí, por qué todo esto?– en una caja fuerte mental y cerrarla “a cal y canto” para seguir adelante. “Navarra tiene que saber lo que me pasó y ser consciente de que le podía haber pasado a cualquiera, nadie estaba a salvo”.
"¿Policías o etarras?"
Lo cuenta hoy, recién cumplidos los 63. Ha pasado mucho tiempo. Aun así, pide reunirnos en un sitio más discreto que una cafetería. Volver sobre los recuerdos es, de alguna manera, volver a vivir aquellos días, de los que tiene una lucidez plena. Juan Luis arranca sentado en una butaca, y pitillo tras pitillo desgrana la misma historia que le contó a la comisión, que acreditó en su informe de reconocimiento los “recuerdos amplios”, la falta de “grandes lagunas”, la capacidad de recordar “muchos detalles” y el nulo afán por “agravar los acontecimientos”.
Todo pasó en 1982. Juan Luis tenía 20 años recién cumplidos. Hijo de un agricultor, vivía en una pensión de la calle Olite y trabajaba como camarero en el bar Deportivo. Le interesaba el mundo de la hostelería. Él quería ser un buen barman, aprender bien el oficio en un momento de mucha efervescencia: con la democracia recién estrenada, con los aires nuevos de la movida irrumpiendo hasta en la vieja Pamplona, con la sofisticación de la coctelería y los nuevos garitos –estilo el Erton, y muchos otros– que aparecieron en todos los barrios...
La noche del 7 de marzo, domingo, había estado con un colega por varios bares. Era una forma de conocer qué hacía la competencia, dar una vuelta. Conducía su coche por una zona cercana al actual edificio Singular cuando le entraron ganas de hacer pis. Paró en la calle Navas de Tolosa con toda la intención.
Pero ver al final de la calle tres figuras aproximándose le dio un poco de corte. Dio una vuelta a la esquina, pero en una plazoleta interior también había gente. Pensó entonces en el Bosquecillo. Fue al cruzar la calle cuando le sorprendió ver que las tres figuras de la calle Navas de Tolosa estaban paradas en una esquina, a cierta distancia. En el Bosquecillo encontró un árbol y dijo, aquí es.
De pronto, escucha: “¡Al suelo!”. Varias veces. No pensaba que iba con él hasta que tuvo encima a tres o cuatro hombres. Con la cabeza en el suelo, ve una pistola. Juan Luis no entendía nada. Termina en un coche, un Seat Ritmo negro que recuerda perfectamente.
El coche enfila la salida sur de la ciudad, hacia la plaza de los Fueros, y solo se le ocurre formular una pregunta: “Vosotros, ¿sois policías o etarras?”. La pregunta la repite un par de veces, sin que ninguno de los tres captores diga nada. La situación era rocambolesca, pero podía encajar en una época muy convulsa, en la que “casi a diario había problemas en la calle”, como recuerda hoy. Solo la insistencia arranca una lacónica –e infructuosa– respuesta: “No podemos decirte nada, no te puedo contestar”. Juan Luis, nervioso, les dice que al día siguiente tiene que entrar a trabajar a las ocho de la mañana. “Pues de momento, mañana, no vas a ir a trabajar”.
Un viaje de pesadilla
Ahí empezó algo parecido a una pesadilla: un viaje larguísimo, sin conversaciones, plagado de detalles macabros y sin apenas referencias espaciales. Tampoco Juan Luis había visto mucho mundo. “En aquella época, conocías San Sebastián, Logroño y Zaragoza. Poco más”. Recuerda un camino interminable, y ver de vez en cuando pueblos que no sabía reconocer, y que sospechaba que ya estarían casi al límite de Navarra.
Solo tenía una referencia que no le decía nada. Un mensaje machacón, como una letanía, proveniente de una radio que tenía el coche: “Destino, La Almunia”. Pero Juan Luis no tenía ni idea de qué significaba eso.
Ese “destino, La Almunia” era el indicativo con el que se coordinaba toda una caravana, sospecha hoy, pero él entonces no sabía nada. En un momento dado, el coche para y todos se bajan de él. Han llegado a una especie de gasolinera, un área de servicio. Los captores “no fueron ni agresivos, ni violentos, nada de nada” durante el viaje.
Se bajan del coche como si tal cosa: uno a fumar, otro a por un café, y otro a mear. Juan Luis dice que también él va a mear. Y en ese momento ve, por el rabillo del ojo, la culata de madera de un fusil colgando del hombro de un tipo.
Es justo antes de reanudar la marcha cuando recibe el primer mensaje verdaderamente extraño. Un hombre que parece que sigue al coche en el que va Juan Luis se asoma por la ventanilla, antes de volver a ponerse en movimiento, y le suelta: “¿Dónde tienes los 500 millones”. Era una cantidad tan astronómica que Juan Luis no sospecha ni por un instante que todo aquel juego macabro vaya con él, pero él está ahí encerrado. Lo siguiente que recuerda es un gran fundido a negro.
Llegó después de que uno de los secuestradores, ya en el coche, le ofreciera un trago de bebida bajo una de esas frases pretendidamente enigmáticas, algo así como la noche es larga, bebe de esto que te va a ir bien. El copiloto sacó de la guantera una pequeña botellita de licor, de estas de Soberano que había antes en las casas. Bebió y todo se fue a negro.
En su siguiente recuerdo, amanece en el mismo coche, y ya es de día. Entonces gira la cabeza y ve otra escena de pesadilla: por la ventanilla, en el carril de al lado, un tipo de barbas conduce su coche, del que la noche anterior se había apeado en el Bosquecillo para mear en un árbol. “¿Qué hace ahí mi coche?”, flipa. Y la respuesta es todavía peor: “Por si te matamos, para tirarte por un barranco”.
“Eso me hundió por completo”, cuenta. “Fue como si una mano me arrancara todos los huesos por la espalda”. Juan Luis estaba abatido. Uno de los secuestradores se percata, e intenta cambiar de tercio de alguna forma. “Mira, ¡vas a ser de los primeros navarros en ver el Pirulí!”. Juan Luis no sabía ni qué era el Pirulí, ni mucho menos dónde estaba. Mantenía la cabeza gacha. Ya estaba muy deprimido, porque no sabía qué iba a ser de él. “No te preocupes, que si no has hecho nada, no te va a pasar nada”, cuenta que le terminó de decir el secuestrador.
"Cuando me dijeron que llevaban mi coche por si acaso me mataban para tirarme por un barranco, sentí como si me arrancaran los huesos, me hundí por completo"
Apenas pudo fijarse que el coche que lo llevaba había entrado en una ciudad de grandes avenidas, había callejeado un rato y en un momento dado dio un giro brusco y se metió en un edificio. Imposible orientarse. No sabe cómo, pero de un momento a otro se ve dentro de una celda.
“Era una habitación muy pequeña, y en el suelo había una colchoneta fría y muy fina. Era para volverte loco”, dice hoy. ¿Por qué no preguntar, por qué no rebelarse? En el momento no puedes hacerlo, y menos con veinte años. Estás en shock, dice. “Te dejas llevar, porque no sabes qué hacer”.
La tortura
Ahí en la celda empieza la peor parte del encierro. No sabe dónde está, pero hay más celdas de las que emanan gritos. De vez en cuando, un secuestrador se asoma a su cubículo y lanza mensajes amenazantes: “Vete pensando qué vas a decir, porque el otro te está echando la culpa”. Solo los gritos de dolor de alguien rasgan el ambiente.
"En el momento no puedes rebelarte, estás como bloqueado. Te dejas llevar, no sabes qué hacer"
Al desconcierto le sigue el patrón de cualquier secuestro escabroso. No vale la pena recrearse en los detalles. Sirva hablar de dos salidas, entre idas y venidas erráticas desde la celda. Una, a una habitación grande. Allí había, tras un escritorio, un par de médicos que ni le miraron cuando entró a la sala. Al fondo, tres figuras que, al ver a Juan Luis, se le acercan. Sin hablar, de la forma más siniestra, le rodean.
Le empiezan a pegar puñetazos en los brazos y el cuerpo. En otra salida, le hacen quedarse en calzoncillos y hacerse una bola para pasar una barra de hierro por entre sus brazos y sus piernas, de tal manera que pueden levantarlo y golpearle con una goma de butano hasta que pierde el conocimiento. Juan Luis está quebrado. Lo sabe cuando lo devuelven a la celda después del último episodio. Saca de uno de sus bolsillos una moneda de 5 pesetas, un duro, y con el canto dibuja una cruz en la puerta, ante la que se pone de rodillas, entregado a Dios por su suerte.
Como por un milagro, y sin noción precisa del tiempo, un carcelero se asoma a su celda y le dice: “Ya sabemos que eres inocente, te vamos a soltar”. La nota de cordura, la única en un montón de horas –durante el secuestro no tuvo noción del tiempo–, le alivia. Aunque no termina de llegar. Le informan que no puede irse hasta que el ministro Rosón firme la orden. Juan Luis no entiende absolutamente nada. Todo le suena rarísimo. ¿Cómo va a estar el ministro Rosón de por medio? ¿Qué cojones es todo esto? Total: lo sueltan. Le devuelven su coche y le indican cómo ir hasta Zaragoza.
La vuelta a casa
La vuelta a casa es dura. Los primeros kilómetros, la salida, es eufórica. “Te sueltan, estás vivo, vas con un subidón”. Conforme pasan las horas, el cansancio y el bajón tras tres noches de pesadilla pueden contigo.
Juan Luis llega a casa de sus padres, en Cirauqui, a las ocho de la tarde del miércoles. La casualidad quiere que suba las escaleras justo en el momento en el que escucha a su madre decir: “Mira, Paulino –el padre–, las ocho. A esta hora entrará Juan Luis a trabajar”. Pero Juan Luis no entra a trabajar, sino que entra por la puerta. Y les cuenta que le acaban de secuestrar, casi con todo detalle.
La cita con el gobernador
La noticia es una bomba. La comparte con los padres y también con Juan Urrutia, el responsable del Deportivo, que al día siguiente recibe a la familia con una sonrisa. Aquel gesto de la familia Urrutia-Arrayago, tras días ausente del trabajo, todavía le da calor.
“Les agradeceré siempre lo bien que me recibieron y el trato que siempre me dieron”. Todavía el miércoles, suena el teléfono de la casa familiar. Lo responde Juan Luis. Es la secretaria del gobernador civil de Navarra. Francisco Javier Ansuátegui quiere ver a Juan Luis. Si la llamada es el miércoles, la cita se fija el viernes, porque el jueves Juan Luis quiso ir con sus padres al Pilar de Zaragoza para agradecer a la virgen haber salido vivo de ese secuestro.
El viernes, la cita con Ansuátegui es rocambolesca. El gobernador civil no le cita para pedirle perdón, darle explicaciones, contarle lo ocurrido. No. Le cita para pedirle información. Primero, sobre la ciudad. “Me preguntó si había visto la Castellana, si había visto tal o cual edificio, pero yo no sabía qué decirle porque no había visto Madrid nunca”, recuerda.
Luego, si le habían torturado. “Quiso saber si me habían puesto una bolsa en la cabeza, si me habían hecho la bañera, y yo le conté la verdad”. Fue, además, un trago doblemente amargo. Porque a sus padres les había omitido algunos detalles –los más escabrosos– que sí que cuenta al gobernador. “Ansuátegui me dice que va a recabar información y que me va a citar en unos días para explicarme lo ocurrido”.
Habría pasado una semana entre cita y cita. Ansuátegui o no pudo o no quiso darle más información. Juan Luis recuerda que el segundo encuentro fue casi más surrealista que el primero. El gobernador civil de Navarra le explicó que unas semanas antes de que le secuestraran, el empresario valenciano Luis Suñer –que había recibido poco antes el premio al industrial del año– había sido extorsionado por ETA, y que la policía seguía las pistas de la denuncia. Esa denuncia les llevó hasta Pamplona, hasta la noche del domingo, 7 de marzo, hasta el Bosquecillo. Hasta el secuestro de Juan Luis. “Me vino a decir que poco menos que me había metido en la boca del lobo”.
Pero nada más: ni una petición de perdón, ni una explicación clara de quién le había secuestrado. Solo la vaga sensación de que había sido víctima de la guerra sucia del Estado. Juan Luis tiene grabado, de hecho, la única preocupación del gobernador civil. “Al irnos, nos dijo: bueno, y de esto que no se entere Herri Batasuna. No veas la que nos pueden liar”