Dicen que es la luna la que provoca las mareas. No sucede lo mismo con los discos de Marea, que únicamente obedecen a los impulsos creativos de Kutxi, Kolibrí, César, Piñas y Alen. Ocho años llevaban los de Berriozar sin publicar álbum, pero su público no se había olvidado de ellos; al contrario, las ansias por consumir nuevo material habían aumentado, prueba de ello es el número 1 que alcanzó su disco, El azogue, la semana en la que se puso a la venta (desbancando al mismísimo Alejandro Sanz), así como la rapidez con la que están volando las entradas de sus conciertos. El caso de Pamplona fue paradigmático, ya que el papel se agotó en pocas horas (posteriormente se anunció una nueva fecha para el 14 de diciembre en el Navarra Arena). Con el grupo ya en la carretera, las noticias que llegaban de otras ciudades eran de lo más halagüeñas, anunciando un gran escenario y un auténtico derroche de luz y sonido. La solidez del repertorio, como el valor de los soldados, se suponía de antemano. Y hay que agradecer también, por ello lo apuntaremos aquí, que tanto las entradas (rondando los treinta euros durante toda la gira), como la bebida y la comida que se despacha durante las actuaciones, tenían precios muy razonables y, desde luego, más bajos de lo habitual en grupos de semejante calibre, cosa que les honra. Claro que habrá quien preferiría pagar menos en taquilla, pero debemos ser conscientes de que un show de semejante envergadura conlleva muchos medios técnicos y humanos, y por lo tanto unos costes; si queremos disfrutarlo, debemos asumirlos (en otros ámbitos no nos duelen tantas prendas al rascarnos el bolsillo). Ademas, se hacen acompañar de varios grupos (en este caso no puede hablarse de teloneros, sino de amigos) de la familia del Dromedario, oficina y casa de discos que se encarga de la organización de su gira.

En Pamplona rompieron el hielo (disculpen la ironía, pues a esas horas el calor era más que considerable) los chicos de El Desván. De entrada, fue un auténtico gustazo volver a ver a Patxi Morillas con la guitarra al hombro formando un tándem brutal con Gabri Gainza. A su izquierda, Dani Cifuentes en el bajo y, detrás de todos ellos, Ander Orduna en la batería. Es el suyo un rock vibrante, sudoroso y lleno de emoción. A pesar de los cambios que ha experimentado la formación, el sonido no se ha resentido ni un ápice, llegando al público con toda la contundencia que les caracteriza. Desgranaron temas de sus dos discos, Al descubierto (Es verdad) y, sobre todo, del más reciente, La taberna del infierno (Mi madriguera, Perros de corral, Cerca del cielo). Volvieron a convencer a los que ya conocíamos al grupo y, a buen seguro, ganaron nuevos adeptos entre los que todavía no lo habían escuchado.

Tras ellos, y con la sombra apiadándose al fin de la concurrencia, llegó el turno de Vuelo 505. Habíamos visto su actuación en Zentral abriendo para Jarabe de Palo y si ya nos gustaron entonces, en esta ocasión la impresión fue más grata todavía. Será porque les sienta bien los grandes escenarios, o será quizás porque su sonido en estos meses se ha ido haciendo todavía más robusto, pero lo cierto es que en la Ciudadela consiguieron meterse al público en el bolsillo con asombrosa facilidad. Si hubiese que definir su estilo con una sola palabra diríamos que es rock, aunque poseen también un muy acusado sentido de la melodía e incluso ciertos dejes latinos. Con todo ello forman esa personalidad propia y atractiva que se vislumbra en cortes como Con el viento a favor, Desaprender lo aprendido o Una casa en ruinas. Jugando con el título de su disco, no hay lugar para el fracaso en su historia.

Dijo Martín Romero, tan socarrón como su hermano, que si estaban tocando con Marea era porque tenían enchufe. Nada más lejos de la realidad: decir que Bocanada es el grupo del hermano del cantante de Marea es una simplificación absurda, pues hace ya mucho tiempo que su banda tiene entidad propia y así lo demostraron en un no va más de entrega y pasión sobre las tablas. Resulta imposible no conectar con unos músicos y un cantante que se dejan el alma en cada canción; musicalmente forman una auténtica apisonadora sonora y Martín es un ciclón que salta, baila, se arrastra por el suelo, se contonea, se rompe la camisa y baja a cantar entre el público, cediendo el micrófono a sus seguidores y cantando con ellos. El final, con Campo a través, fue apabullante, un gran colofón para un ambiente que había sido caldeado previamente con otras piezas como Gallo de pelea, Entre barrotes o Río.

Con pocos minutos de retraso, por fin salió Marea. Primero Alen, marcando un ritmo marcial con su batería. Después, toda la banda para lanzar un primer derechazo que fue a alojarse En las encías del público. Siguieron, cual boxeadores sonados que quisieran noquear en el primer asalto a los casi seis mil adversarios que tenían en frente, asestando golpes sin descanso: El temblor y La noche de viernes santo, esta última junto a Iñaki ‘Uoho’ Antón. El guitarrista bilbaíno fue el primero de una larga lista de invitados que poco después engrosaría Pedro Fernández Razkin, de La Fuga, que cantó en Corazón de mimbre. Evaristo, que nos había visitado el fin de semana pasado en el Iruña Rock, no estuvo presente en esta ocasión, pero Kutxi imitó bien su voz en Mil quilates.

Como es habitual en sus actuaciones, todo el mundo se puso a botar al unísono en Que se joda el viento, a la que siguió Un hierro sin domar. Tras esta última llegaron Pecadora y Trasegando, ambas interpretadas por El Piñas con su furia habitual. Volvió Kutxi con Jindama y Pájaros viejos, en la que tuvo un emotivo recuerdo para Ventura Díaz, padre de Kolibrí, que falleció mientras la banda preparaba su regreso. Y un nuevo invitado, Rubén, de Vuelo 505, que además de cantar La luna me sabe a poco simuló un combate de boxeo contra Kutxi, terminando los dos púgiles besando la lona y, literalmente, rodando por el suelo.

El sonido fue magnífico durante toda la velada. Después de muchos conciertos y festivales cubiertos en la Ciudadela, recordamos pocos tan bien sonorizados, con tanto volumen y con tanta limpieza, permitiendo que el disfrute fuese máximo desde cualquier punto del recinto. A ello contribuyeron también las continuas chanzas de Kutxi, que arrancaron carcajadas al respetable entre tema y tema. Antes de los bises salió Gabri, de El Desván, para hacer suya En tu agujero, y, en la primera propina, Jerry, de Cuatro Madres, hizo lo propio con La rueca. Después, Martín Romero se unió a su hermano en fraternal para dejarse la garganta en una descomunal interpretación de Como los trileros.

Hicieron un segundo intento de marcharse, esta vez con Preparados para el rock’n’roll, de Los Suaves (en otras giras hacían Mi casa es el rock’n’roll, también de los de Orense), pero nuevamente tuvieron que regresar para un último asalto que se antojaba definitivo: Bienvenido al secadero, El perro verde, en la que Kutxi bajó a cantar al lado del público, y Marea, con Ibai Ganuza, de Mochila 21, ejerciendo de auténtica rock star, certificaron la victoria por KO de los de Berriozar. Mientras se despedían del público sonaba por los altavoces la mítica banda sonora de Rocky, que puso fin al combate (tranquilos los que se lo perdieron, aun quedan muchos conciertos por todos el país y la revancha del Navarra Arena en diciembre). La muchedumbre abandonó la Ciudadela con una sonrisa en los labios. La música cesó. Como escribió Lorca, de quien tanto y tan bien beben las letras de Marea, reinó “el silencio redondo de la noche sobre el pentagrama del infinito”.