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El rincón del paseante

De registros, nombres y apellidos

De registros, nombres y apellidosONDIKOL

Hola personas, imagino que ya habéis sacado los ventiladores de sus cajas, falta hacen. Os voy a hablar de un tema interesante, al menos para mí. Pero antes vamos a ver los peldaños que hemos subido esta semana de esa escalera de servicio que nos acerca a los sanfermines. Creo que han sido tres, lo que quiere decir que estamos casi arriba del todo, pero solo casi, aún queda un pequeño tramo. Esta semana hemos conocido los carteles de la Feria del Toro, con sus ganaderías y sus toreros, que si Roca Rey repite, que si viene Morante, que si este día es el mejor, que si este otro tampoco está mal, y todo eso. Hemos sabido quienes son los candidatos a lanzar el Chupinazo, entre los que hay un amigo mío con el que comparto el amor y el conocimiento, salvando las distancias, por todo lo relacionado con nuestra querida Pamplona, fundamentalmente por su historia y su pasado, me refiero al doctor Juan José Martinena, quien ya cuenta con mi voto. Y hemos visto instalar en el Paseo de Sarasate la entrañable tómbola de Cáritas, a cuyo mostrador ya podemos acercarnos, con infantil ilusión, a dejarnos unos euros con la esperanza de llevarnos un frasco de colonia, una caja de galletas o un trapo de cocina. Y vamos subiendo otro peldaño, que llamaremos inmaterial, y que es ese sentir que ya se nota por las calles, los bares, las conversaciones; la cosa ya palpita, se barrunta, se intuye, se empieza a ver, allá, a lo lejos. Seguro que sabéis a qué me refiero.

Bien, y ahora veamos ese tema al que hacía referencia. El día 27 dio comienzo en el Archivo Real y General de Navarra un curso para acercarnos al estudio de la familia y sus orígenes, y yo, que soy uno de esos frikis que gustan de saber de dónde venimos, me apunté en cuanto vi la oferta. El encargado de abrir la serie fue Peio Monteano, técnico superior de la casa, que nos habló sobre “Cómo llamarse en la edad media”, fijaos que no dice “Cómo se llamaban en la edad media”, sino “cómo llamarse”, es decir que la cosa no era automática, en alguna medida era opcional y esta variabilidad, pone las cosas difíciles a quienes buscamos y rebuscamos esta o aquella rama de nuestros antepasados. En la sociedad no siempre ha funcionado como nosotros conocemos eso de tener nombre y apellidos y pertenecer a una saga de manera indudable, ni mucho menos. Cada individuo tenía un nombre y un apellido que podía tener algo que ver con el de su padre o con el de su madre, o no. El registro civil data de 1871, y es en esa fecha cuando se empieza a aplicar la ley promulgada un año antes que obliga a tener un nombre y dos apellidos del padre y de la madre.

La investigación, entrando en terrenos de la Edad Media, no es fácil ya que no hay documentación seriada, no hay protocolos, ni procesos, ni registros sacramentales. Solo quien pertenecía a altos estamentos, como la nobleza, las órdenes de caballería, o la monarquía, tenía posibilidad de estar registrado en algún documento. El pueblo no tenía ninguna representación social. Solo a partir del concilio de Trento, 1564, se empiezan a rellenar en las parroquias los libros en los que se registran los nacimientos, matrimonios y defunciones y se empiezan a nombrar a todos con nombres de santos, pero con poca variación, incluso en el seno de la misma familia podía haber hermanos tocayos a los que se distinguía con añadidos como Juan “el mayor” y Juan “el menor”. Entre el género masculino los llamados Juan, Martín, Miguel y Pedro copaban dos tercios de la población, y entre las féminas, María se llamaban una de cada tres y el resto eran Gracia, con sus variantes de Engracia, Graciosa o Graciana, Juana o Catalina. Esta poca variedad de nombres provocaba una gran homonimia, lo cual dificulta aún más la investigación.

Como digo, antes de Trento el pueblo llano no figuraba por ningún lado, nada indicaba cómo te tenías que llamar y fundamentalmente eran tres las formas de nominarte: el patronímico, en raras ocasiones el matronímico, el toponímico y el apelativo. El primero añadía a tu nombre de pila el de tu padre, Pedro Martín, por ejemplo, o al nombre del padre se añadía la desinencia ez, o en euskera iz o seme, así el hijo de Sancho era Sánchez, Sanchiz o Sanchoseme. Complicando más la cosa, a tu nombre propio añadían el del padre entero: Miguel hijo de Joanes de Orcoyen. El segundo añadía al nombre de pila tu lugar de nacimiento o de residencia: Juan de Arre, o al pueblo añadían el sufijo ko: Lope Arceko. Podían usarse las dos fórmulas y el hijo del anterior podía ser Pedro López de Arce. Y al tercer grupo, el de los apelativos, pertenecían aquellos que eran nombrados por su oficio, Martín Carretero, o por un rasgo físico, Andrés Moreno. La cosa cambiaba si el portador del nombre seguía viviendo en el pueblo, en cuyo caso la parte que indicaba su origen se omitía porque ya era sabida, pero si se trasladaba a vivir a la ciudad se perdía el patronímico y se mantenía el toponímico para conocer su procedencia.

La segunda lección la dio Ana Zabalza Seguín, de la Universidad de Navarra, y, entre otras cosas, nos habló del nombre como problema. Problema a la hora de investigar una procedencia. Uno de ellos era la homonimia, la cantidad de gente que se llamaba igual, otro era que tú podías cambiar de nombre cuando te diese la gana, el derecho nada decía al respecto y solo aspectos como ciertos apellidos, que llevasen aparejados algunos privilegios, podían poner coto a la elección de un nombre u otro. Los burgueses copiaban a los nobles y el pueblo a los burgueses.

En el ámbito rural, también tenía mucho peso el nombre de la casa, llegando en ocasiones a no saber ni el propio interesado cuál era su apellido, en realidad solo le hacía falta saberlo, en el caso de ser propietario de algo, para escriturarlo notarialmente.

La casa podía ser llamada por el nombre de pila, Domingoenea, o por el oficio, Sastrenea. Lo habitual era que la casa pasase a manos de la hija, con lo cual se garantizaban una administración de más equilibrio y el cuidado en la vejez. El apellido del marido que llegase a la casa pasaba a segundo término, siempre se anteponía el nombre de la casa. Incluso cuando enviudaban el apellido del difunto se podía olvidar. Los maridos eran huéspedes de paso, dijo Ana. Ellas aportaban casa y tierras, que permanecen, los apellidos son efímeros, tras un marido llegaba otro.

Bien, como siempre me pasa, el espacio se me acaba y la materia a tratar no, así que la semana que viene os contaré un poco más de cómo se organizaban quienes nos han precedido en esto de habitar estas tierras.

En cierta medida, somos lo que fueron.

Besos pa tos.