Quienes fueron niños en la postguerra civil recordaban de adultos la escasez de alimentos. Escuché a algunos hablar del hambre como algo cotidiano. Los racionamientos de productos de primera necesidad, las cartillas de cupones, perduraron durante los años de la autarquía. Llegué a conocer el reparto de leche en polvo a la hora del recreo en la escuela. Luego, estudios sobre la alimentación tras la usurpación del poder por la dictadura estiman en decenas de miles las personas fallecidas en España por efectos de la desnutrición entre 1939 y 1952.

Me pregunto qué pensarán quienes pasaron por aquel trance al contemplar lo que está ocurriendo en Gaza: los niños famélicos, la desesperación por tener algo que llevarse a la boca, la trampa mortal en los puntos de reparto de comida… Porque en su plan de exterminio, Israel mata a los hambrientos que se agolpan para recoger una pequeña porción de suministros.

En este escenario apocalíptico, en lo que ya se conoce como El camino hacia la muerte, la población se enfrenta a una encrucijada que, elija lo que elija, le depara idéntico final: morir en el intento de matar el hambre o morir muerto de hambre. Según el libro bíblico del Éxodo, Dios alimentó con maná al pueblo de Israel durante su travesía por el desierto; hoy, en un acto de abandono y claudicación internacional sin precedentes, al pueblo de Palestina no le da de comer ni dios.