Conforme me sentaba a escribir la columna caía en la cuenta de que me rondaban varios temas, dispares en su contenido y exigentes de estados de ánimo particulares y divergentes para desarrollarlos. El caso es que tras diez minutos de indecisión y tentativas sin mayor resultado, decido que me levanto, pongo una lavadora, recojo la ropa tendida y seca, plancho lo que lo pida a gritos y vuelvo a la tecla.
Sumergida en la actividad, además de la tranquilidad de dar salida a lo pendiente, experimento algún placer olfativo, el olor a limpio, visual, los diferentes matices del blanco me llevan a la nieve, llego incluso al azulado de los icebergs, e intelectual, rindo reconocimiento a Kate Millet y me digo y se lo cuento que claro que sí, que qué razón tenía, que lo personal es polítíco. En este caso, la colada es política.
A mí, por ejemplo, mi madre me enseñó a poner la lavadora, a tratar las manchas rebeldes, a tender, que tiene su manual y a planchar. ¿Cuántas y cuántos de ustedes recibieron idéntica instrucción y a qué edad? ¿Cuántas y cuántos no habiéndola recibido han sido autodidactas? ¿Cuántas y cuántos están impartiéndola a sus hijos e hijas para asegurarles una más que conveniente autonomía el día de mañana y la poco valorada pero importantísima capacidad de colaborar en las tareas del hogar en el que viven? Por cierto, ¿por qué tan poco valorada?
¿Quién se encarga de esta tarea en su casa? ¿Podría trepar por su árbol genealógico y descubrir a quienes lo hicieron en la generación anterior y la anterior y la anterior? ¿Podría hacerlo respecto a otras tareas domésticas? ¿Saca alguna conclusión?
Lo digo porque obviar estas tareas, no sentirlas como propias, tiene necesariamente que configurar la forma de estar en el mundo.