La cartografía de las últimas elecciones ha vuelto a recordarnos que vivimos en un país diferente, opuesto diría yo, al de allende el Ebro. Salvo catalanes y vasconavarros, todo el mapa aparece uniforme, derechuzo y salpicado de la viruela fascista.

España recoge así lo que ha sembrado desde la Transición. La derecha es como el gas, que ocupa el espacio que se le deja: es la fortaleza de la izquierda lo que mantiene a raya al fascismo. Pero si el adalid de la izquierda española lleva 40 años haciendo política de derechas, es lógico que los fachas se empoderen y exijan su espacio vital. Si el PSOE se dedica a proteger la monarquía, la Banca, la Iglesia, la guerra, los terratenientes, la guerra sucia, la tortura y las leyes mordaza… ¿Cómo no va a crecer la extrema derecha que es el dueño natural de esas selvas?

Aunque quizás la cosa venga de lejos. El norteamericano Mackencie escribía en 1836 que los vasconavarros eran “las gentes más libres de España” y si estaban tan agarrados a sus Fueros era porque podían observar de cerca “la esclavizada condición” de los españoles. También el francés Próspero Mérimée estuvo en el País Vasco en 1840 y se admiraba de su progreso: “Entre Burgos y Vitoria hay al menos cuatrocientos años de civilización”. No son excepciones: la mayoría de los viajeros que nos visitaron durante los siglos XVIII y XIX constataron que, lejos de ser un pueblo retrógrado y oscurantista (como tanto gusta calificarnos a la historiografía españolista), el vasco era mucho más avanzado social y culturalmente que sus vecinos del sur y con unas instituciones que en Europa fueron puestas como modelo de libertades republicanas.

Hoy día seguimos igual, y las elecciones corroboran las diferencias que nos separan en el campo sindical, asociacionismo, cultura, educación… Junto a Catalunya, las cuatro provincias están a la cabeza de lectores de libros y prensa, según datos de su propio Ministerio de Cultura. Incluso en los años de kale borroka, las encuestas ratificaban que estas provincias eran las más pacíficas del Estado, con menor violencia y gamberrismo juvenil, pacifismo que se refleja hasta en las hinchadas del fútbol. Guipuzkoa, la provincia más abertzale, estaba a la cabeza en tranquilidad ciudadana, con los índices más bajos de criminalidad, robos, agresiones sexistas y xenófobas. Nada nuevo: “Los delitos son muy raros en el país éuskaro”, había declarado en 1867 el informe de la Exposición Universal de París.

La derecha abertzale es republicana, como la catalana, y no tienen parangón en el Estado. La izquierda abertzale, tan denostada, debería ser modelo para la izquierda española, que ya tuvo en su momento propuestas de “herribatasunizarse”. Copiar a este país, ergo, abertzalizar España, sería la solución para nuestro cuitado vecino.

Y a fe que sabemos hacerlo. Tras grandes esfuerzos se ha conseguido abertzalizar (civilizar diría) las zonas más españolizadas de Bizkaia. La derecha cerril carpetovetónica, a pesar de su poderío mediático, ha desaparecido de nuestra cartografía política. Sólo en Navarra se mantiene, socapada como UPN. Araba era a finales del franquismo mucho más de derechas y españolista que Nafarroa y hoy es lo contrario. ¿Quién se acuerda de Unidad Alavesa? Los españoles sabían lo que hacían cuando nos partieron el país en 1978 y así se entiende en Navarra la vigente Ley del Vascuence o la última fascistada de Mañeru. Quieren impedir que la cultura, la diversidad, la tolerancia y demás valores republicanos entren en los feudos más cerriles de la Ribera navarra, allá donde se estabula el constitucionalismo español. Quieren que seamos como ellos, que votemos como ellos. Hacernos monárquicos y guardiacivilizados. La Chivite quiere hacer tortillas sin huevos buscando gobiernos progresistas sin contar con la izquierda abertzale. Allá donde no llega el abertzalismo campan los fachas, basta analizar los resultados electorales.

Con todo en contra, la marea abertzale avanza. Javier Esparza, ocho años alcalde de Agoitz, no tiene ya un solo concejal en su pueblo. “Los vascos” arrasan también en la muga de Tafalla, Ujué o Baldorba, pero más al sur comienza la bardena política, donde durante estos 40 años se ha inoculado un odio irracional a todo lo vasco, no tanto por identidad étnica o lingüística, cuanto por identidad política. Con “los vascos” no hay mus y se abren las posibilidades de jugar a grande en democracia, derechos sociales, igualdad, autonomía. No es cosa de ahora: el escritor argentino Roberto Arlt visitó los ambientes vasquistas de Euskal Herria en 1935 y se sorprendió de su fuerte componente antifascista. Un año más tarde, lo vio bien claro el Frente Popular Navarro, arraigado sobre todo en la Ribera, cuando pidieron al Gobierno la entrada de Navarra al Estatuto Vasco para proporcionar “una mayor comunidad de fuerzas de izquierdas y de afanes de democratización social entre las cuatro provincias”.

Hoy día, en esos mismos pueblos riberos que votaron al Frente Popular campean los hijos putativos de quienes los masacraron en 1936. Perdida la conciencia vasca, decía Arturo Campión, desaparece también la conciencia navarra y vemos esos pueblos comportarse electoralmente como cualquier lugar de la Mancha de cuyos resultados no quiero acordarme. En el Ager Vasconum, Vox acopia más votos que todos los abertzales juntos.

¿Qué hacer? Solo hay un camino, y es seguir profundizando en la conciencia vasconavarra, en su doble vertiente nacional y social, y cortar los lazos ideológicos que nos arrastran al cenagal de la política española. Es el mejor favor que podemos hacer a nuestros compatriotas que todavía miran hacia el sur y también a los buenos españoles que no saben salir de su atolladero. Ya les hemos exportado el patxarán, el rock radical, el café para todos autonómico, los pintxos y el bacalao al pilpil. Un poco de abertzalismo no les vendrá nada mal.

*El autor es editor