pronto hará un año de la llegada de Jagoba Arrasate a Osasuna. Tras la fallida apuesta por Diego Martínez y su libro del método, el perfil del nuevo entrenador era el de un hombre con los pies en la tierra. Digo en la tierra y no en el suelo porque en este caso hay una diferencia sustancial: la del conocimiento del hábitat del equipo, cómo se desenvuelve en él y los efectos que acarrea en su entorno más cercano. “Sabemos a dónde venimos”, dijo el nuevo entrenador ante la mirada expectante del presidente y los oídos bien abiertos de la prensa. “No renunciamos a nada” -continuó-, que no es como decir que aspiramos a todo, aunque implícitamente sea los mismo, pero como las palabras las carga el diablo ahí queda que dije lo que dije y nada más. Más adelante enunció el compromiso del cuerpo técnico de “hacer un equipo ganador”. Y remató presentándose como “un entrenador de cantera”. Cuatro frases que puestas en boca de otro sirven para redondear una presentación decorosa en Gijón o en Mallorca, pero que escuchadas en boca de Arrasate tenían ese aval de quien sabe la tierra que pisa.

Pero no ha sido tan fácil como este ascenso tan largamente celebrado pueda dar a entender. En los cinco primeros encuentros, solo una victoria y un montón de dudas sobre el futuro del equipo. Con un entrenador de otro perfil, uno que buscara justificaciones a todo y puesto en permanente guardia defensiva ante el entorno, la reacción de la grada hubiera sido también de manual: pañuelos y pitos. Pero la tierra que pisa ya había aceptado a Arrasate por su sinceridad, por ver los partidos que todos veíamos, por no ocultar los errores que eran ostensibles, por poner los principios, en fin, por encima de los inicios. Sin aspavientos, el equipo fue tomando forma sobre un fondo que tenía forma de grada amiga, de afición no en estado de sospecha sino de expectación, de incondicionales a los que el equipo, pese a los tropiezos, comenzaba a tocarles la fibra porque transmitía sensaciones que parecían extraviadas, sentimientos de otro tiempo, de fortaleza, de gente irreductible. De equipo pegado a la tierra.

Ese Osasuna tomó cuerpo antes de lo planeado. Tampoco fue coser y cantar; el portero levantaba suspicacias, David García vacilaba entre ser el defensa que era y el que es, Torres reclamaba los minutos que se merecía después de horas de servicio a la causa, Mérida tardaba en llegar, Villar ejercía de 9 cuando no vino para esto, a Rubén García se le adivinaban poco a poco las intenciones entre tanto tatuaje y Oier hacía de capitán, mariscal de campo y furriel, todo a la vez, como es él. Cuando el grupo asaltó el liderato nadie preguntó qué hacia Osasuna ahí si no era ni candidato ni aspirante ni equipo revelación. No, pero ya era “el equipo ganador” del que había hablado Arrasate: imbatible en El Sadar, tenaz hasta el último minuto como visitante, siempre fiable (aunque pasado de hora en Canarias?), derrochando energía, vaya, lo que es un Osasuna de toda la vida y además mejorado.

Doce meses después del desembarco de Arrasate, el osasunismo puso punto y seguido ayer a su fiesta más larga. A la vuelta, el fútbol que cotiza en el Ibex-35 recibe a un equipo artesanal, manufacturado por un entrenador y unos jugadores pegados a su tierra y a su gente. El año de las luces ha devuelto a Osasuna a la senda de lo que debe seguir siendo.