De escribano a guerrillero

Tomás nació en el caserío Iriarte-Erdikoa de Ormaiztegi (Gipuzkoa), el 29 de diciembre de 1788. Era el décimo de los once hijos de María Ana Imaz, natural de Ataun, y de Francisco Antonio Zumalacárregui, que ya tenía 3 hijos más de un matrimonio anterior. Entre lo poco que sabemos de su infancia, se dice que fue un niño vivaz e ingenioso, y que entre sus principales entretenimientos figuraban las batallas campales a pedradas o bastonazos, en los que ya tenía un indiscutible liderazgo entre sus compañeros. Al cumplir 16 años su padre, escribano de profesión, lo envió a Pamplona para a aprender aquel mismo oficio, de la mano de Francisco Javier Ollo, secretario de la Curia, pero con la invasión napoleónica de 1808 Tomás marcha como voluntario a Zaragoza. Cae prisionero pero consigue huir una noche, tras romper sus ligaduras, y se une a la partida del guerrillero guipuzcoano Gaspar Jáuregui Artzaia. Con él recibiría su bautismo de fuego, participando en no menos de 16 acciones, en las que adquirió una impagable experiencia en la guerra de guerrillas, alcanzando el grado de capitán. Terminada la guerra continuará con su carrera militar, y encontrándose destinado en Zamora casa con Pancracia Ollo, la hija del escribano pamplonés, con quien se había prometido. Tendrá con ella cuatro hijas, aunque todas murieron sin sucesión, por lo que no dejó descendencia directa.

General carlista

Impulsado por sus ideas antiliberales, participa en el fracasado alzamiento de 1822, por lo que es apartado del servicio activo. Vuelve a Pamplona, retirado con el grado de coronel, pero cuando en 1833 se produce el gran alzamiento carlista se une a la causa del pretendiente. El 29 de octubre escapa de la ciudad por la puerta de Francia, que a partir de entonces será también conocida como portal de Zumalacárregui, y se une a las fuerzas carlistas. En poco tiempo será nombrado general del Ejército del Norte, agrupando a las cuatro provincias vascas. Como subrayar sus méritos militares no es el objeto de este artículo, diremos tan solo que el número de las victorias que obtuvo es enorme. Y que barrió a todos los generales que Madrid envió contra él, uno tras otro: Valdés, Quesada, Rodil, Córdoba, Lorenzo, el también guipuzcoano Oraá, el famosísimo Espartero y, sobre todo, el navarro Espoz y Mina, leyenda viva de la lucha contra los franceses.

Detalles fisonómicos del general carlista, en un retrato realizado por Adolphe Bayot.

La incorporación de Tomás al ejército txapelgorri trajo graves consecuencias para su familia. Pancracia sufrió reclusión y fue separada de sus hijas. La más pequeña, de 15 meses, fue internada en la inclusa, pero una carta, enviada por Zumalacárregui a su feroz enemigo Espoz y Mina, sirvió finalmente para que este la sacara de allí. Fueron también confiscados todos los bienes del general. El inventario de la requisa incluye toda la ropa que poseía el general y que no pudo llevarse por su precipitada salida, como pantalones, zapatos, camisas, calzoncillos, casacas, gorras y capotes militares. También se confiscó la ropa de su mujer y sus hijas, incluidas prendas de bebé. Se anotan también baúles, mesas y sillas, varios catres, braseros, utensilios de cocina, espejos, ropa de cama y hasta algún orinal. También se menciona la biblioteca del carlista, en la que predominan los manuales militares, incluido alguno sobre la guerra de guerrillas, aunque hay también un manual de caza, una guía de economía doméstica, y manuales de astronomía, ortografía y aritmética. La lista se completa con una biografía del Gran Capitán y otra de Napoleón, un ejemplar del Quijote y el manual de un juego de cartas llamado “tresillo de voltereta”.

“El Tío Tomás”

Zumalacárregui conocía bien el país, y lo aprovechará con unas estrategias dinámicas que contribuyeron a acrecentar su leyenda. Siempre al frente de sus batallones navarros, realizaba marchas y contramarchas larguísimas, cuyo objeto era desgastar al enemigo, desconcertarle y, de paso, poder elegir el momento y el terreno más propicio para la lucha. Sus voluntarios no entendían la razón de dichas marchas, muchas veces de noche y para terminar regresando al punto de partida, pero obedecían porque tenían una fe ciega en él. En cierta ocasión, por ejemplo, era preciso realizar una de aquellas caminatas para llegar al escenario de un combate, y el general se percató de que si sus soldados gastaban sus alpargatas en la marcha tendrían que luchar descalzos. Dijo que daría la paga de cuatro días a quien reservara sus alpargatas para la batalla, y todos se descalzaron inmediatamente. Caminaron toda la noche bajo la lluvia y descalzos, y al día siguiente ni uno solo aceptó la recompensa prometida.

Su ayudante, el olitense Juan Antonio Zaratiegui, que le acompañó durante toda la guerra, decía que había en él “algo extraordinario” y que tenía una “superioridad natural” sobre el resto. Y eso que no faltaron episodios oscuros y crueles, como cuando mandó fusilar a 80 prisioneros porque no encontraban cuerdas para esposarlos. Según subrayaba C.F. Henningsen, capitán escocés que vino como voluntario a luchar a su lado, llegó a inspirar “una confianza casi supersticiosa en sus soldados”. Así, en cierta ocasión, cuando los liberales atacaban Piedramillera, un oficial extranjero preguntó a un soldado cuántos carlistas defendían el lugar. El voluntario respondió que tan solo dos batallones y, cuando el forastero lanzó una exclamación previendo el desastre, el soldado carlista le atajó diciendo “sí, pero está con ellos el Tío Tomás...”, tal era el grado de simbiosis entre los voluntarios y su líder.

Un disparo extraviado

La muerte sobrevino a Zumalacárregui asediando Bilbao, cuando una bala perdida le alcanzó la rodilla mientras observaba las operaciones desde un balcón. La herida no parecía grave, sus médicos llegaron a decir que en 15 días podría volver a montar a caballo, pero una serie de decisiones equivocadas trajo consigo su inesperada muerte, acaecida en Zegama el 24 de junio de 1835. Ello disparó todo tipo de especulaciones, incluida la teoría del asesinato, idea que se basaba en ciertas diferencias entre Tomás y don Carlos, aunque su secretario y biógrafo Zaratiegui la descartó totalmente. Se ha dicho que latía una conspiración, y el historiador Mikel Sorauren encontró un documento según el cual Zumalacárregui quería convocar los Estados de Navarra para proclamar la independencia de las cuatro provincias vascas. Quién sabe. Lo único seguro es que quien disparó aquella bala terminó, a la vez que con su vida, con cualquier esperanza de victoria. La noticia de su muerte fue recibida en España con gran alegría, y en algunas ciudades como Sevilla repicaron las campanas.

Pero Euskal Herria mantuvo viva su memoria. La diputación guipuzcoana musealizó el caserío donde nació, y Pamplona tampoco olvidó a su vecino. Así, en su domicilio de la calle del Carmen nº 33 se conservó una escalera cuyos barrotes de barandilla eran cañones de fusiles que, según la tradición, habían sido capturados al enemigo. Tras más de siglo y medio en su lugar, fueron retirados en 2014 por orden del alcalde Enrique Maya, pese a existir informes que lo desaconsejaban, y sustituidos por barrotes de aluminio de color amarillo limón, sic transit gloriae mundi. Tomás Zumalacárregui Imaz, comandante general de los ejércitos del norte y líder invicto de los carlistas vascos, fue enterrado provisionalmente en la iglesia de Zegama (Gipuzkoa). En 1883, 48 años después de su muerte, su cuerpo fue trasladado a una tumba definitiva, y las actas dicen que, cuando abrieron la fosa, tan solo encontraron una caja de madera muy deteriorada, y dentro algunos huesos y polvo. Y es que, como acertadamente dice el viejo gladiador Próximo a Máximo Décimo Meridio en la película Gladiator, “los mortales solo somos sombras y ceniza”. Y tanto...