Si ahora tuviese que escribir una novela negra, negrísima, de trama bestia y retorcida, no tendría que obligar al más mínimo esfuerzo a mi imaginación. Me bastaría con los recortes de prensa del caso de las dos chicas violadas en un piso de Erripagaina, presuntamente bajo los efectos de la sumisión química, sobre el que, nueve años después, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acaba de dictar una sentencia que, si hubiera un poco de vergüenza, debería haber hecho temblar las paredes de la Jefatura de la Policía Nacional de Pamplona y de la Audiencia Provincial de esta misma ciudad.
El caso lo tiene todo. Dos chicas que amanecen desnudas y aturdidas junto a dos hombres que no conocen. Un sospechoso cuyo cuñado es policía de la misma unidad que investiga los hechos. Pruebas que van desapareciendo una a una en comisaría. Un fiscal que no quiere saber nada. Y jueces y juezas que, uno tras otro, hasta más de media docena, hacen posiblepor acción y omisión que nadie sea castigado, en la mayoría de los casos ni tan siquiera juzgado. La tarea del narrador se reduciría ya a llenar las lagunas. A poner sentimiento a las víctimas y caraa los verdugos y a sus cómplices. También a los y las que, por ideología, por devoción al uniforme, por desidia o por menudo lío, extendieron la manta de la impunidad o la certificaron.
¿Cómo se monta este tinglado? ¿Existió una dirección de orquesta?¿Hubo reuniones de bar o restaurante, mensajes pronto borrados, recordatorios de favores por devolver? ¿O, lo que es casi más inquietante,las fichas fueron encajando una a una sin más necesidad que el terreno abonado? La sentencia del Tribunal de Estrasburgo no lo aclara, aunque algo podrá deducirse de su texto. Las víctimas recibirán una indemnización de 46.000 euros, pero los culpables siguen de rositas.