Un hombre polifacético y de amplia cultura de humanidades que atendía a cada persona en su gran amor por la persona individual. De temperamento apasionado y poético, un pedagogo nato por vocación y con alma de artista. Contagiaba amor por la Belleza. Pensaba con Dostoievski que también en la actualidad “la belleza salvará el mundo”. Era cercano, afable, siempre sonriente y acogedor. Sus amigos y compañeros de trabajo, aún de distinto pensamiento, lo apreciaban y lo respetaban por su simpatía, autoridad moral y magisterial. No se sentía enemigo de nadie y, en cambio, poseía la cualidad de saber mirar para poder ver lo invisible y esencial de cada uno, como El Principito de Saint-Exupéry que tanto comentó y al que le dedicó varios artículos y programas de radio, bajo el título Ojos para ver. Llevó con garbo sus achaques y enfermedades cuando llegaron y supo sobrellevarlos con humor, para seguir adelante escribiendo y manteniendo un intenso horario, dado que era muy madrugador y trabajaba sin descanso. Era un ávido lector que, unido a su extraordinaria memoria, era capaz de recitar de memoria textos literarios y aún declamarlos. En definitiva, Santiago ha sido un hombre comprometido hasta el final y siempre disponible para participar u organizar actividades culturales, literarias, programas de radio, etc. Otros artículos han incidido más sobre su vida profesional e intenso curriculum dedicados al campo de la Educación como Inspector, Director General, dirección de institutos, escuelas de padres o bien sobre sus publicaciones en el aspecto educativo o literario.

En mi caso, por pertenecer al mismo ámbito de la literatura y haber mantenido muchas y gozosas conversaciones en Zizur Mayor en el que llamábamos familiarmente el atrio de los gentiles, me fijaré más en este aspecto. Como dijo Borges de Quevedo “Más que un hombre, era una vasta literatura” lo podemos aplicar sin ambages a Santiago. Era un lector insaciable, todo lo humano le interesaba, como diría el poeta latino Publio Terencio: “soy un hombre y nada humano me es ajeno”. Y como Horacio, otro poeta latino, más conocido por ser el autor del poema “carpe diem”, sabía el profesor Arellano “enseñar deleitando”. Sus lecciones, clases o foros de literatura eran una fuente de placer estético para el auditorio por poder escuchar esos análisis empapados de vida y de entusiasmo porque Santiago ponía pasión en su transmisión. Sabía declamar y atraer la atención como un buen maestro de retórica. Y, de hecho, con frecuencia, lo hacía de pie captando el interés de sus oyentes. Comunicaba deseos de leer y de ahondar en el análisis de los personajes de ficción, que a veces sentía más vivos que las personas reales. Diríamos que su mente estaba poblada de duendes o mitos literarios, de personajes de conocidos cuadros de la historia de la pintura, películas clásicas, esculturas como la del pensador que está en la entrada del cementerio de Pamplona, que en mi caso nunca me había fijado. Era un amante de la palabra en su sentido más pleno, porque la sentía como un reflejo de la Palabra originaria “En el Principio era el Verbo” del inicio del Prólogo del evangelio de Juan. De ahí su afán por explicar la inefabilidad del lenguaje en sus excelentes, agudos y penetrantes comentarios de poesía, desde la más profunda y mística al estilo de san Juan de la Cruz en su Cántico espiritual y Llama de amor viva o santaTeresa de Jesús a la más actual de poetas del siglo XX como la del lodosano Ángel Martínez Baigorri, de la alavesa Ernestina de Champourcin o de la cubana Dulce María Loynaz, a la más existencial y desgarradora poesía del vasco Blas de Otero, de la amorosa del sevillano Pedro Salinas en La voz a ti debida o Razón de amor a aquella otra más panteísta de otro sevillano, premio Nobel de literatura, Vicente Aleixandre. Y, por supuesto, un lugar privilegiado era para Juan Ramón Jiménez, maestro de poetas de la generación del 27, a quienes tanto leyó y comentó con buen tino en sus libros, cursos y conferencias.

Pero volviendo a sus libros de cabecera, no dudamos de que Santiago Arellano era un lector asiduo del Quijote que releía cada año, como comentó, con su habitual sencillez, en la lectura pública del Quijote celebrada en el parque Erreniega de Zizur Mayor en abril de este año. En este acto hizo un repaso ameno y ágilnpor pasajes casi escenificados del inmortal libro, por el modo en que modulaba la voz, con la familiaridad de quien vive y conoce cada detalle del pasaje y de los personajes. Se diría que vivían en su mente y los recreaba como si acabaran de salir de la escritura cervantina. Santiago tenía el Quijote en las uñas y captaba muy a fondo lo que a los simples lectores podía pasar inadvertido. Nos recomendó empezar la lectura del Quijote por el final. Así entenderíamos mejor el mensaje cervantino de que se puede renunciar a la fantasía, pero nunca a los ideales de la verdad, de la bondad, de la belleza de las obras de arte, especialmente de las literarias y pictóricas, de las que era tan entusiasta. Los mismos anhelos de justicia y de nobleza de espíritu que guiaron la vida de Alonso Quijano, apodado no casualmente “el bueno”, fueron los valores que encarnaba Santiago Arellano. Días antes de caer enfermo el personaje cervantino, le había dicho aquel a Don Álvaro de Tarfe: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy malo».

Y Miguel de Unamuno comenta a propósito de la muerte de Alonso Quijano:

«Tu muerte fue aún más heroica que tu vida, porque al llegar a ella cumpliste la más grande renuncia de tu gloria, la renuncia de tu obra. Fue tu muerte encumbrado sacrificio. En la cumbre de tu pasión, cargado de burlas, renuncias, no a ti mismo, sino a algo más grande que tú: a tu obra. Y la gloria te acoge para siempre».

El “Maestro” Arellano, en el sentido renacentista del término, no interpretaba el Quijote sino que lo vivía; por ello, sus comentarios no sonaban a lugares comunes aprendidos en la amplia bibliografía cervantina de la inmortal obra. Santiago reflexionaba sobre la lectura anual de esta obra y aprendía rasgos de la humanidad de don Quijote y de su contrapunto Sancho, haz y envés del ser humano. Al final, don Quijote se desvanece en la mente de Alonso Quijano y entonces este sí que se muere. No se puede vivir sin ideales, hoy diremos valores. Y nos enseña cómo se afronta y se acepta la muerte cuando llega. Ejemplo de ello nos ha dado Santiago en la entrevista que su hijo Santi le hizo, hace apenas dos años, tras una penosa y dolorosa enfermedad de la que se recuperó milagrosamente, pero allí anticipaba su sentido cristiano de la muerte cuando el 5 de diciembre le llegó, esta vez sí, y casi inesperadamente.

Cómo olvidar una cita de una de las Coplas a la muerte de su padre, que, de modo casi profético, dijo a su hijo en dicha entrevista. No puede ser más ad hoc la muerte de Santiago, por el modo similar al que nos dejó Jorge Manrique en la despedida literaria de la copla 40 de su obra maestra. A modo de conclusión la dedicamos al gran amigo de todos, Santiago:

Así, con tal entender,

todos sentidos humanos

conservados,

cercado de su mujer,

Y de sus hijos y hermanos

y criados,

dio el alma a quien se la dio,

el cual la ponga en el cielo

y en su gloria,

y aunque la vida perdió,

dejónos harto consuelo

su memoria.